Bastó con una palabra,
para a los ocho años
ya odiar mi cuerpo.
Gorda, decían.
Algunos con asombro,
otros con cariño.
Y yo, cada vez más distante del mundo,
de mis sentimientos y de la comida.
La frase \"comes mucho\",
repetida a diario,
me enseñó sobre el miedo.
Sí, el miedo irracional a mi hambre.
Tan solo tenía diez años
y ya creía en lo absurdo,
en lo absurdo de ser delgado
para ser aceptado en el mundo.
A los catorce, las criticas me convencieron,
creí que mi cuerpo sí necesitaba ser cambiado.
Los 18 llegaron acompañados de un cuerpo transformado,
que consigo cargaba aceptación y halagos,
y para mi mente motivación,
para continuar con los estragos.
A los veintiuno,
creí que mi cuerpo no merecía ser visto,
que lucía mejor hace unos años.
A los veintidós mi cuerpo era suficiente para todos,
pero ya no lo era para mí.