Esteban Mario Couceyro

Palabras en el cielo

Ese día, el despertador sonó lejano, entre sueños profundos y espesos que fue dejando como quién avanza en una selva. Adrián tenía una entrevista laboral, otra de las tantas a las que ya había acudido.

Ya pasaron seis meses, de su tesis y licenciatura en psicología, de la euforia disimulada, lentamente fue pasando a una asfixiante sensación, que no tardó en calificar como “cuadro de prefrustración depresiva atípica”.

A medida que transcurrían los días, al diagnóstico fue simplificándolo, sacándoles el “pre” y el “atípica”, quedando simplemente en “Cuadro de frustración por depresión”.

Con el transcurrir de los días, dejó el término “frustración”, por su lógica comprensión técnica de la situación.

 

Tras bañarse, mientras recortaba la barba, pensaba en sus veintinueve años y ese pertinaz pelo blanco, emergente al costado derecho. Instintivamente buscó en el sector izquierdo, sin resultado positivo, así que solo se limitó a expulsarlo, con tan mal arte que se fueron varios sin culpa.

El desayuno, apurado por el tiempo pues se le hacía tarde, le hizo reflexionar por lo frágil de su situación al carecer de recursos propios, solo algunas esporádicas entradas por reparaciones de computadoras, su otra habilidad-pasión que arrastraba desde la niñez. Sus padres aún no habían podido independizarse de él.

 

La mañana, se iluminaba a pleno en medio de una agradable brisa otoñal, Adrián pone en marcha el auto, desarrollando el habitual ritual de reglaje espejos, distancia e inclinación de butaca y música en el reproductor, para concluir con la programación del GPS.

 

El tráfico, siempre le resulta como un convoy en el mar del norte durante la segunda guerra, bocacalles amenazantes y los dificultosos estacionamientos, pero al fin llega al lugar de reunión, un edificio público del poder judicial, donde requieren por vacantes de profesionales de la psicología, con especialidad forense.

 

En la mesa de entradas, se presenta y lo derivan al tercer piso, en el ascensor, se observa a sí mismo en el espejo y corrige el sudor de su frente, dándose cuenta que las manos están tan húmedas como la frente, repasa en su mente todo su saber, toda su intención, todas sus ganas de lograr un sitio en esa sociedad esquiva, cuando el ascensor se detiene y al abrirse, lo deja ante ese pasillo desierto que terminaba en una puerta doble de vidrios esmerilados.

 

No advirtió, cuantos pasos debió dar, para llegar a la puerta, la que golpeó discretamente antes de pasar. Un escritorio vacío es su límite, donde espera hasta que por una puerta aparece una señora que seguramente había nacido con el edificio y contaba con la misma cantidad de manos de pintura, que pretendían disimular el deterioro natural del tiempo.

Tras el automático saludo de rigor, Adrián le pregunta si es la secretaria del Director González, ante lo cual, la mujer sonríe y le comenta que no, que ella es la empleada de la mesa de entradas del Director González, que la secretaría del Director González, está en el piso superior, al que debe ir trasponiendo la puerta por la que ella entró, después de anunciarse con ella y que recibiera una tarjeta sellada.

Mientras la empleada desarrollaba su discurso, él sin querer la observaba, los gestos y esa piel empringada de cremas y pinturas. La misma sensación de ver una comparsa carnestolenda, concursada por seres de ridículas apariencias.

Adrián retornó a la realidad, cuando la mujer, al entregarle la tarjeta le augura lo mejor con una patética sonrisa.

 

Pasando la puerta interior, se encuentra con una escalera de mármol generosa, que sube con cierta rapidez.

Al llegar al lugar de la secretaría, se encuentra con tres escritorios y teme equivocarse torpemente al elegir cual es la “secretaria” del Director González.

Observó a las tres señoritas y eligió la mas bella, pues las otras estaban con múltiples expedientes en sus escritorios y la elegida, se estaba dedicando a sí misma, prolijando sus uñas.

 

Se acercó y entregándole la tarjeta, se anuncia y espera la reacción de la secretaria.

Pasó un instante eterno, mientras ella mira la tarjeta con sesgo inteligente y

toma el intercomunicador para anunciar la llegada.

Sin mediar palabra, ella le hace un gesto obvio en dirección a la puerta, que refuerza con su índice y brazo extendido, por si Adrián, no había entendido.

 

Tras esa puerta, había una sala de espera, con sillones de cuero que demostraban tener la suficiente memoria de todos los expedientes de los últimos cincuenta años, en las paredes, competían las molduras con impúdicos pasa cables metálicos y algún cuadro de prócer, participe necesario de lo que en realidad somos.

 

Adrián, tomó asiento en el sillón doble, acompañado por su infaltable mochila, que no se anima a cambiar por un maletín de cuero, que su madre le regalara al recibirse.

El brazo derecho, ocupa la totalidad del apoya brazo y concluye en unos dedos nerviosos, que tamborilean sin sonido, su angustia.

 

Con disimulo, mira la hora en su muñeca izquierda, mientras se aferra a la mochila, la única cosa que recuerda su pasado…, todo lo que Adrián es.

 

Pasan los minutos y la mente divaga, intentando perforar el misterio de la puerta que permanece cerrada y el cielo raso de cargadas molduras, que imagina nubes tormentosas, mezcladas de una humedad evidente, en la esquina derecha.

El piso, es como un mar calmo, ondulado y mareante y le hace sentir esa inseguridad del que no sabe nadar, presagiando un rápido desenlace, en el preciso momento, que la puerta se abra.

La puerta, se abrirá y una luz cegadora lo aislará suspendido lejos en el espacio, sentía el corazón en fuga…, el pánico, una vez más se hacía dueño de su vida.

Él lo comprendía mejor que nadie, desde adentro y desde afuera, dejaba de ser él y sentía como todo se diluía, en un camino de huida y derrota, que pretendía modificar en historias de conveniencias no reales.

Adrián sabía, que estaba perdido si no se controlaba y la única forma inmediata era pensar en forma disparatada, huyendo del pánico de su realidad.

 

La pared de color tiza, se transformó en ese portal infinito, con un camino que conocía y del que regresaría oportunamente, al abrirse la puerta.

Adrián pensaba en ser un superhéroe…, uno que en su poder fuese distinto sin fuerza física, ni rayos exterminadores. Mucho menos con dotes de vuelo, sin capa ni ropas ajustadas.

Su poder, sería el poder escribir en el cielo, pequeños textos de fácil lectura. Que no pudiesen ser borrados, de día de color intensamente negro y por las noches de un amarillo iridiscente.

Poder escribir en ellos, las injusticias y que el poderoso, no pudiese borrar la verdad, entonces habrá poderosos irremediablemente ladrones y todo tipo de personajes, sin los velos de no ver ellos mismos sus verdades en el cielo, marcados e indelebles.

Esos carteles inmensos en el cielo, revolucionaría todo, no sabrían quién los puso y mucho menos quién los saca.

Pero un superhéroe anónimo, necesita de los recursos que le permitan vivir y esos recursos estaban, tras la puerta que no se abría.

 

Miró la puerta de cristales biselados y por primera vez se dio cuenta que decía :

 

Secretaría de Recursos Humanos

Director General

Lic. Daniel González

 

 

Fue, en ese momento, que comprendió que el cielo, puede estar en cualquier lado, tanto como el infierno, el que había dejado atrás con una idea tonta, como lo era el querer escribir entre las nubes del cielo, sus propias verdades.

Daniel González, también pudo escribir algo en su pequeño cielo.

Ya se sentía bien, las manos se habían secado y su corazón…, su corazón ya no golpeaba las paredes ni las puertas que no se habrían.

 

Por un instante, cerró los ojos mientras sentía el chirrido sordo de la puerta al abrirse y la voz de González, pronunciar su nombre.

 

Adrián, se levantó y tomando el maletín de cuero, abrochó el saco y con una inefable sonrisa, se dirigió hacia la puerta, extendiendo su brazo, para saludar al Director General. Sus ojos con franqueza, se cruzaron en el saludo pero los de Adrián, veían el cielo ausente, con tanto espacio para escribir….

 

En el viejo sillón, había quedado la mochila de Adrián, como la piel mudada de una serpiente.