Divino juramento, eterna primavera;
florece tu trinchera cual cuna serena
estirando el tiempo en actitud de entrega.
Te alzaste con labor de soleada madrugada,
atardeciendo cual cobija de brisa temprana.
La cadencia de ausencias me levantaba,
te develaron el albor, somnoliente calzada.
Yo, a la orilla del rio sentado ¡oh mujer blanca!
olímpicamente te amé, anhelando tu llegada.
Sacra palabra, perdón del verano;
sembrado sorteado con llagas en mano.
Eras una playa tempestuosa de ocaso
y a la vez, un adueñado muelle desolado.
Te soy pródigo fruto de faena mística;
me eres sabia, ámbar endulzada lírica.
Soy un deslucido heredero de tu bello designio;
eres divina curación a mi duramen herido.
Regalo sublime, ofrenda de otoño;
llovías sentenciada rellenando tus fisuras,
tiñendo de rojo las cenizas en tu moño,
hallándote en mis iris donde tu nombre figura.
Ganaste mis sueños, un trono,
un escudo y mi laúd.
Mi sol decadente, despabilado te diviso
y te armo invisibles rompecabezas
emboscando el trote de tus penas.
Esperanza taciturna, sostén del invierno;
me calculo y me falta de esa pasión misma.
Ahora caída la cuna del apreciado tiempo,
te cobijas descansando cada mañana fría.
¡Ay!
¡Cómo siento el temor!
Que los abriles mutean poco a poco el tropel.
¡Ay!
Gaya, mi amada, !cómo siento el temor!
Que orillas del rio sentada, esperes mi volver;
mas no consiga en esta eterna estación
coronas de laurel, tu digno galardón.
Luis Adolfo Otero