¡Juana Mari. Han desaparecido de repente
las paredes y el techo!
Fue una estampa de no dar crédito a los ojos.
Parecía sacada del folletín más folletinesco de los Álvarez Quintero
mezclado con la inspiración paranoico-crítica del genio daliniano.
Bajaba —rayaba el reloj el primer uno de las once de la noche— un
camino de bicicletas, con su color verde y líneas blancas, hacia la lla
nura de un parque urbano —construído sobre el antiguo cauce del
río Guadaíra, afluente del Guadalquivir—después de llevar unos 35
minutos pie tras pie —me gusta caminar de noche— cuando me doy
casi de bruces con una especie de camastro acolchonado ocupado
por dos personajes: una mujer, de espaldas a la escena, y un hombre,
sentado sobre la cama con la mirada caída, apesadumbrado —o eso
quise ver—por la situación de desahucio que erosionaba su carne.
Pasé por su lado sin disminuir el ritmo pero girando el cuello todo
lo que daba de sí hasta que tuve que perder la vista del numerito—
me habría gustado ser lechuza en ese momento— al girar al sentido
recto de la avenida sobre la que como río desembocaba el parque.
El trayecto que sobraba hasta traspasar el umbral de mi casa fue de
continuo pensar sobre la escena. Sigo sin dar razón de lo que mis iris
dieron en ver —huelga decir que fue la primera vez—y preguntarme
el paradero de la desdichada pareja —sé que no siguen allí porque he
pasado en varias ocasiones por el susodicho lugar—.
Al día siguiente, todavía fresca la fotografía en mi memoria ram, tuve
que anotar en mi vademécum una pincelada que me trajera a la tinta
lo que aconteció esa noche, y esto es lo que he tenido que escribir.
No quiero abusar de la vista ni de la paciencia del cuitado lector,
así que lo dejo en este punto y final.
Es suficiente...