Ya se alejan las inmóviles aceras
con los pasos de la gente aglomerada
y se alejan las aceras aledañas
con fronteras ciudadanas de cemento.
Y la piedra del cemento que se asienta
ni se mueve
ni consiente que se muevan las aceras
las aceras que se alejan con su gente
de la fuente de mi sano entendimiento.
Las aceras movedizas no pretenden
encontrarse con mi falsa comprensión
y alienadas, taciturnas,
lastimadas, contumaces,
me derrotan, me derriten, me disuelven
como azúcar bajo lluvias invernales.
Y así entro a las iglesias sin permiso
y las misas se disparan sin cesar
y bendito aquél que llora sin consuelo
y bendito aquél que grita sin aliento
sin descanso, sin alivio, sin sosiego.
Y bendito aquél que rumia su pesar.
Me dispongo a abrir la boca para hablar
y una ostia me la calla dulcemente
desde el cuerpo con la sangre del Mesías
que en mi lengua se disuelve contingente.
Alabado aquel que viene desde el Reino
alabado el invitado a la reunión.
Y saliendo de los templos misteriosos
en las calles todo vuelve a lo normal.
El normal frenetismo cotidiano
la normal apremiante agitación
la normal ansiedad perturbadora
la normal vertiginosa conmoción
y el infarto a la vuelta de la esquina
y el frecuente carcinoma de pulmón.
Las aceras que se alejan sin moverse
llevan gente sin un rumbo definido
y me siento, sin sentarme y sin sentirme,
yo me siento afortunado al menos hoy.