Fátima Aranda

Sacrílega

Me he parado un sólo segundo

a escudriñar mi casa 

y he descubierto sin asombro,

como ya esperaba,

que vivo en los surcos de tus manos.

Siento en ellas, duermo en ellas,

nado a brazas en el cálido río

que forman sus líneas de vida,

y en ellas he creado

ese núcleo de tiempo y espacio

en el que me hallo inmersa,

y al que se me antoja llamar,

posesivamente,

mi existir. Respiro,

inhalo y exhalo el aire

que sopla de sus firmes ademanes

y bebo a sorbos del agua de la lluvia lasa 

que insolente las moja sin respeto.

En tus manos,

que ni siquiera son manos excelsas

ni inspiración de antiguos escultores o

grandes poetas,

más bien son como cualquier otras manos

de dedos largos y ásperas palmas,

bronceadas por el justiciero sol del sur

y amamantadas por el verde

amargo del olivo, pero son ellas

las que me tocan, me rozan,

me consuelan y acarician, y en las que,

antes de entrar, sacudo mis pies

en el felpudo de anea

y cierro la puerta con llave al mundo hostil

que queda fuera.

Ellas me esperan abiertas, tibias,

preparadas para curarme las heridas

del frío ruido angosto de ciudades

desalmadas.

Calma, templo, guía,

y ara donde vuelvo cada noche

a encomendar, expirando, mi espíritu. 

Luz De Gas