Me he parado un sólo segundo
a escudriñar mi casa
y he descubierto sin asombro,
como ya esperaba,
que vivo en los surcos de tus manos.
Siento en ellas, duermo en ellas,
nado a brazas en el cálido río
que forman sus líneas de vida,
y en ellas he creado
ese núcleo de tiempo y espacio
en el que me hallo inmersa,
y al que se me antoja llamar,
posesivamente,
mi existir. Respiro,
inhalo y exhalo el aire
que sopla de sus firmes ademanes
y bebo a sorbos del agua de la lluvia lasa
que insolente las moja sin respeto.
En tus manos,
que ni siquiera son manos excelsas
ni inspiración de antiguos escultores o
grandes poetas,
más bien son como cualquier otras manos
de dedos largos y ásperas palmas,
bronceadas por el justiciero sol del sur
y amamantadas por el verde
amargo del olivo, pero son ellas
las que me tocan, me rozan,
me consuelan y acarician, y en las que,
antes de entrar, sacudo mis pies
en el felpudo de anea
y cierro la puerta con llave al mundo hostil
que queda fuera.
Ellas me esperan abiertas, tibias,
preparadas para curarme las heridas
del frío ruido angosto de ciudades
desalmadas.
Calma, templo, guía,
y ara donde vuelvo cada noche
a encomendar, expirando, mi espíritu.
Luz De Gas