No vino nadie. Nadie vino a recoger sus cosas.
Nadie vino a guardar la vajilla, ni los ajuares,
ni a podar los jazmines y las buganvillas ocres
que arañaban las celosías despintadas
por las primeras lluvias de septiembre.
Nadie. Ni siquiera a cerrar la puerta.
Se quedó todo inmóvil, frío, intacto;
hasta el reloj de la cocina detuvo sus manos
parando el momento
que posaba delante del objetivo de la cámara de la memoria.
Las camas no quisieron levantarse para salir a despedirnos
y se dieron la vuelta tapándose la cabeza con la manta,
haciéndose las muertas.
Las lágrimas de lluvia resbalaban en los cristales,
y subían el tono a medida que nos dirigíamos hacia fuera.
Los marcos de los cuadros fantasmas
se aferraban a las paredes
volviéndonos la cara desairados
y los suelos, que en otro tiempo reían
y aplaudían primeros pasos de vida y bicicleta,
enmudecían abrazados ante nuestra marcha cierta.
Se oyó a la ducha silenciar la música,
aquella estridente que bailaba
mientras se arreglaba afanosa cualquier tarde.
Hoy se secaba gris, asida al grifo de plomo raído,
gastado de rodar y de dar vueltas.
Comprendo que estuvieran tristes, mustios
y con olor a abandono entre sus ropas,
pero no podían acompañarnos,
nos pasábamos en el peso de recuerdos.
Espero que lo entiendan
¿cómo empaqueta alguien veinte años de vida en una maleta?
Luz De Gas