andrea barbaranelli

Scherzo

Le tengo casi miedo (no quiero

decir pavor) a esa cosa

que siento acercarse. No sé qué.

Veo mi cara en el espejo

del ascensor (que es el único

al que no puedo sustraerme)

y de día en día la encuentro

diferente de la que

veía cuando aún me miraba

sin problemas ni reparos.

Recelo que poco a poco

esa cara que entreveo

y estimo extraña cuanto

la de un desconocido

tome el puesto de la mía,

a la que estaba habituado

y la que sin discusión

era la mía y fue la mía,

era mi cara de antaño,

era mi cara de entonces,

de cuando aún tenía un nombre

que la distinguía de las otras,

de cuando era aún joven,

una novata de la vida,

de cuando cada mañana

era una alegría descubrirla

diversa y nueva en el espejo.

Ahora la miro de reojo

para que ella no me vea

mientras la miro, y cotejo

las señas que el tiempo ha dejado

en la piel que viste y cubre

los huesos de la calavera.

Remiro los ojos hundidos

en los huecos de las cuencas,

la nariz protuberante,

los labios cada vez más ajados.

Me gustaría saltar

la fase intermedia, la fase

de la carne floja y pálida

que empieza a asumir el color

de la carne muerta que cuelga

de los garfios del carnicero,

y llegar de golpe al final,

a mi condición postrera,

definitiva de esqueleto

brillante, con todos los huesos

limpios, lustrados, rodados

por la corriente del tiempo

como por el flujo de un río.