Le tengo casi miedo (no quiero
decir pavor) a esa cosa
que siento acercarse. No sé qué.
Veo mi cara en el espejo
del ascensor (que es el único
al que no puedo sustraerme)
y de día en día la encuentro
diferente de la que
veía cuando aún me miraba
sin problemas ni reparos.
Recelo que poco a poco
esa cara que entreveo
y estimo extraña cuanto
la de un desconocido
tome el puesto de la mía,
a la que estaba habituado
y la que sin discusión
era la mía y fue la mía,
era mi cara de antaño,
era mi cara de entonces,
de cuando aún tenía un nombre
que la distinguía de las otras,
de cuando era aún joven,
una novata de la vida,
de cuando cada mañana
era una alegría descubrirla
diversa y nueva en el espejo.
Ahora la miro de reojo
para que ella no me vea
mientras la miro, y cotejo
las señas que el tiempo ha dejado
en la piel que viste y cubre
los huesos de la calavera.
Remiro los ojos hundidos
en los huecos de las cuencas,
la nariz protuberante,
los labios cada vez más ajados.
Me gustaría saltar
la fase intermedia, la fase
de la carne floja y pálida
que empieza a asumir el color
de la carne muerta que cuelga
de los garfios del carnicero,
y llegar de golpe al final,
a mi condición postrera,
definitiva de esqueleto
brillante, con todos los huesos
limpios, lustrados, rodados
por la corriente del tiempo
como por el flujo de un río.