Llevo varios días en El Casco. Se ha endurecido la cuarentena nuevamente en Rosario. He disfrutado especialmente la tarde. Leí largamente, estudiando los infinitos corredores del laberinto de El Inmortal de Borges. Recé. Me recosté en la hierba un rato, mirando el cielo tan celeste que me resulta extraño. Las cotorras se han calmado, permitiéndome escuchar otros pájaros. Porque las cotorras ahogan en el bullicio el canto más bello de la calandria o el zorzal, que no se escuchan sino cuando reina un poco de silencio. ¡Silencio! Me da pudor ponerlo entre exclamaciones. Me parece un contrasentido. Es como pedir silencio a gritos. Hay un silencio también del alma, donde se escucha la voz de Dios. ¡Qué ricos se sienten los sonidos del silencio! Es una tarde con sabor a aperitivo de primavera, de naturaleza que se despereza después de una larga noche de sueño. Me hace bien este silencio de sol y celeste cielo, de verde y viento siseando silenciosamente entre los árboles más altos. Me hace bien sentir tras el muro, la voz más musical de mis hermanas, aunque sus trinos me lleguen tan incomprensibles como cantarinos. Y el ruido de un balde vacío sobre las baldosas del piso, que me habla de trabajo doméstico y entrañable que me domestica. Son los sonidos que se perciben en el silencio, en la soledad bendita de la intimidad a la que tanto tememos. Las escucho reír musicalmente cada tanto, como escucho un musical trino. Me siento familiar de su alegría que comparto. Me siento parte de ellas a la distancia alta de un muro. Si no hubiese muro, no las escucharía en este íntimo silencio. No podría estar oyendo sin comprender lo que dicen, gozándome tan solo de la música de sus voces. Mi oído se volvería demasiado terreno, poco contemplativo. Quedaría prisionero de la presencia, sin la posibilidad de mi cercana ausencia. Se perdería la espontaneidad de la risa, porque tendría un espectador intruso. Debo aprovechar este espacio que me cobija el alma. La tarde pasa, pero su sabor dura más tiempo, porque se une a todas las tardes vividas en el campo, en todos los verdes rincones de este mundo. Esta tarde tiene sabor a mate, y me recuerda todos los mates que he disfrutado. Y la tarde tiene perfume a mate bien curado. ¡Qué intenso siento, Dios mío, el gozo de este momento! Mi río de tinta azul y mi regular e intensa caligrafía, este apretado sucederse de renglones sin espacios para las aflicciones, sin puntos aparte que dejen hueco por donde puedan colarse preocupaciones, va recogiendo la tarde como si bebiese de una fuente. Me he adueñado de este instante: es mío para siempre. Ya lo he vivido, y es único, y a la vez reiterado en cientos de tardes. Estas líneas detienen el óbito del sol, hacen las sombras más largas y duraderas. Sisea la brisa pasando entre apretados renglones. Se posan las aves sobre la cresta de mis letras y una hoja pasa volando sobre el azul de la tinta de mi cuaderno. La tarde ha pasado, o tal vez se ha corrido un poco para ir a visitar a otros necesitados. Me quedo con mis líneas y mi tarde eternamente mía.