Con asombro veo bajar,
desde el techo celestial
los últimos caireles de un invierno envejecido
adopto un paisaje que no me pertenece,
sin ser del todo ajeno.
El canto matutino de un pájaro,
endulza mí café,
con diminutas gotas de veneno.
Se acrecienta en mi vigilia el olvido
(o la negación de los recuerdos)
presentes y mal diseminados en la piel
o en la herrumbre, incrustada
en la pared de una frontera.
Infausto destino para declamar
en este dialecto Quiriquire
vocablos en lengua extranjera.
—Indio fue mi primer tiempo feliz—
creyendo que el lodo blando entre mis dedos
al endurecerse, era concreto, (cemento fraguado)
después calcio, enzima y bauxita
falange y metacarpo;
hasta convertirse en «cuerpo.»
Así crecí en la superstición de que era de barro,
hasta que las primeras gotas de lluvia me oxidaron:
revelando que era de hierro.
Aprendí que la virola Yanomami no es adorno
ni instrumento musical
sino un vehículo en las fauces del shaman
para transportarse, a la fase espiritual.
Por eso respiro, a pesar de los virus.
Por eso escuchaba, en medio de los tiros.
Y hablaba en Pemón sencillamente,
para que lo complejo no subrrayara
el laberinto que subsiste en lo simple
pero eso denigré de Buda, Mahoama
Cristo y Moises.
La roca donde debía haber vetas de oro
solo contenía...
feldespatos oníricos.
Por eso adoré al sol, a los ríos y la luna
y me abstraigo de lo que dicen nuevos libros
ya que su precio, es el más valioso contenido.
Pero, al no faltar nunca una raíz que me alimente
de pensamiento y capital.
Invoco a los números, descubiertos antes que los astros
o como consecuencia de los muchos corderos sacrificados
por gente apócrifa aspirando limpiarse de pecados.
El invierno muere…
y yo fiel sobreviviente…
—seguiré viviendo—
¡La primavera vuelve!
y esta vez soy yo, quien va muriendo.