La tormenta que se había asomado
a nuestro cielo, oscurándolo con nubes
encendidas por rayos, ha cedido
a los soplos del viento que la arrastraron
hacia otros cielos, dejándonos
el gusto insatisfecho de un buen aguacero
que mitigaría el bochorno
y de una irrepetible pirotecnia
con truenos rompedores y centellas incendiando
la noche de repente caída.
El jardín aguardaba
que lo estropearan desenfrenadamente
esas terribles manos del cielo
y el tilo que lo sacudieran hasta la médula
el agua y el viento
de la tormenta esperada con ansia
y de pronto abortada.
Ni siquiera hay materia para una moraleja
o un apólogo
a menos que no se quiera
repetir el rancio tema de la imprevisibilidad
de los eventos naturales
de una forma u otra coherente
con la imprevisibilidad de la suerte
que gobierna la vida de los hombres
en este planeta sumiso
a la dura necesidad
y a sus caprichos,
la necesidad,
la ananké
de los Griegos antiguos,
a la cual incluso los dioses
han debido someterse
y continúan sometiéndose.