Alberto Escobar

Pablo

 

La Conversión 
de Pablo.
Sobre qué fuerza repentina
por violenta le apeó
del caballo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Fué la vida esa incontenible fuerza
o fue el inconsciente de su fe mosaica,
que se tambaleaba por entonces?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Así me veo yo, como Pablo.
Así me veo yo, en medio de un desierto
que debo cruzar si no quiero
ser pasto de las alimañas.
Sin caballo —Pablo al menos contaba
con un caballo bien blanco y precioso
para cumplir sus andanzas proféticas.
Así me veo, en medio de un erial,
dando voces para saber si las montañas
me responden, me acompañan
en esta soledad tan sedienta.
Ausencia, pero sí, una ausencia jugosa
en enseñanza, como para Pablo,
cuyo séquito lucía alpargatas
y otros harapos del mismo jaez
para dar tiempo y vez
al nacimiento y semilla de Jesucristo.
Así me veo, yo, que he estado
preparándome para este silencio.
Incendio que me brota de la mirada,
cansada de tanto mirar por dentro.
Recuerdo tras recuerdo que se engranan
como luces de filigrana en un traje
taurino con chaquetilla y güevera.
Primavera que florece en mis jardines,
viles y encantadores a un tiempo.
Presiento que las alas me punzan
para salir lozanas al viento,
y lo siento. Me da dolor de cabeza
como cuando los dientes de leche,
ganas que yo le eche las harán brotar
con más ganas, hasta remontar
hasta el próximo horizonte, 
cabalgar sobre el próximo viento
que ya acerca a mí su marejada.

Pues hasta aquí más nada
tengo que añadir
a este renacimiento,
conversión paulista
sin caballo ni arreos,
y además sin remiendos.

Atento, amigo, a tu sentimiento,
no sea que estén apuntando
—debajo del costado—
algunos cálamos anunciantes
de versos para salir afuera,
proclamando desesperos
y tiernos acontecimientos,
y en forma de grandes alas
de Arcángel broten repentinos
y suculentos como orza
repleta de gazpacho.

Apapacho.