Dormí en la ladera
bajo la encina de escupitajos y huesos,
rodeado de fosos de piel y escamas
y cubierto de hojas de aluminio agujereadas
que solo cubrían el pecho
y mi sien derecha, rozando la mandíbula.
Y las últimas palabras fueron:
“cuando despiertes evita el desierto,
el mordisco del sol envenenado,
y esa imagen que rebota hacia sí misma
con la fuerza de una explosión en retroceso”.
Desperté tras años de silencio,
recordando esas palabras y la voz
atenuada, surgida de un bolsillo de recuerdos.
Desperté fuera y dentro del desierto,
sin señales de ida y vuelta,
con el sol a mis espaldas
y la luna en su reverso.