Y Alejandro de la Paz busca desesperadamente a su hija Augusta de la Paz, para contarle los pormenores de los eventos que ocurrirán después de hacer un vínculo de negocio sucio que hizo en su hacienda. El hacendado sólo perdió una parte de la hacienda, cuando entre los negocios turbios perdió casi todo. Y ella, Augusta de la Paz, sin saber nada, sólo quería permanecer más tiempo en la tienda, para seguir tratando a David Andrés, y conocerlo mejor. Cuando en el reflejo del sol, cayó el ocaso y con él el flavo color del mismo ocaso cuando se fue Augusta de la Paz de la tienda comprando dos o tres cosas entre ellas, las muñecas de porcelana que le había indicado David Andrés y que eran de muy buena calidad. El joven detrás de ella, por toda la tienda no la dejó en paz, hasta que le preguntó lo que ella se esperaba su nombre, y se lo pregunta así, -¿Cuál es tu nombre?-, y su respuesta, pues, fue la siguiente tan recia y tan intransigente que le dijo que, -“mi nombre es Augusta de la Paz, y usted, desde que entré a la tienda no me ha dejando en paz…”-, se vá Augusta de la Paz, con la felicidad escondida, con la alegría entre su alma y su corazón, con la pnea de su vida en el suelo, con el odio y la ira de haber vivido una vida asi sin amor en el mismo suelo y muy enterrado, si yá no quería ser la dolorosa, la solterona, la infeliz, y la de la vida sin amor ni pasión, yá había encontrado algo o alguien que le latía el corazón mucho y con mucho amor. Que por lo menos tenía a quién pensar, a quién imaginar, y la espinita en el corazón como la tenía él, David Andrés, se le había ido y marchado lejos, en contra del dolor y llena de felicidad se sentía suave, delicada, extasiada, y con calor a pesar, del aquel invierno álgido que padecía el pueblo desde hacía mucho tiempo. El invierno debió de marcharse de allí, debió de ligar un calor o todo un sol en el cielo, para deshacer un poco más ese gélido aire que penetraba más en la misma piel dejando estéril a la piel. Y, ¿Augusta de la Paz, lo consiguió?, pues, si estaba hecha todo sudor debajo de todas esas enaguas y fajas que la hacían ver aún más hermosa. Cuando el frío se perfilaba como el calor, dejando a una piel como aquella porcelana en cerámica que compró ella en la tienda por capricho exótico del joven detrás de ella, por toda la tienda. Y en su carruaje, el chofer, subió toda sus compras quedando sola al acecho de cualquier vándalo, que la seguía a ella, en esa tienda de porcelanas exquisitas. Cuando en el pasaje de la vida se vió el tormento, y más la conmiseración autónoma de ver el cielo como a ella le agrada. Cuando ella, por fin, vuelve a clavar sus ojos azules y de piel de porcelana sobre los ojos de café del joven David Andrés, se llevó a cabo un desfile de sensaciones tan calurosas como el sudor que le corría en las entrepiernas a Augusta de la Paz, sus ojos se sentían dichosos, anhelados, suavemente con pícara osadía, y con un exquisito picante de sensualidad, de sensual pasión y delicadamente le expresó la joven a David Andrés, -“hasta luego”-, y el joven le ripostó con una terrible voz y tan enamorada que -“adiós joven, Augusta de la Paz”-, todo quedó sensualmente decidido, la manera de mirar, la atracción de los cuerpos, y hasta la mirada exquisita y pícara que le entregó la muchacha suspicazmente al joven sin mediar casi ni una palabra. El carruaje de la señorita Augusta de la Paz, se identificó más en llevar a la señorita sintiendo el suave calor que le tenía por las entrepiernas, cuando quiso con su pañuelo de seda y de chifón, acariciar a sus bellos ojos por una gota del sudor que le corría desde la entrada de la sien hacia sus ojos de color azul. Cuando, de repente, salió una sola razón buscando un mal y un bien para con su hacendosa vida. ¿Cómo volver a reencontrarse con David Andrés?. ¿Cómo volver a clavar sus ojos azules llenos de una súplica de amor hacia David Andrés?. Si ella Augusta de la Paz, sólo lo requería así, ¿cómo conseguir la forma de otra vez acercarse a él?, nuevamente. Si su cuerpo y su piel y hasta sus ojos se llenaron de placer exquisito por volver a ver a ese hombre con tanta vehemencia y amor de sangre viva. Era sí la sangre que la llevó por el camino lleno de bondad y de exquisito placer, cuando en su interior sólo quiso converger una sola cosa y era amar a ése hombre que la llevó por el sendero mágico y trascendental y tan transparente como el mismo cristal o como la misma agua. Si su amor se reflejó en el alma con una luz de un lucero en que se igualó a la de él, a la de David Andrés. Cuando en el ocaso se dió como un mismo frío y tan penetrante como la misma luz en que solía dar sus rayos de luz en la misma piel. Cuando de pronto se vió en el carruaje, pensando sólo en él, en David Andrés como un ente o un hombre de buena persona, debatiendo la espera de la inesperada espera por saber que sentía sí un profundo amor y muy sincero como el lucero que le alumbra el camino. Cuando en el debate se petrificó como la gran espera de esperar lo inesperado. Cuando en el ocaso de esa tarde se unificó con el calor del sol aquel invierno álgido, en que sólo el desafío, se unió el deseo, a la pasión y el desenfreno de poder sentir, el desafío único en poder unir y en poder descifrar lo que más se intensificó. Cuando en el corazón de un todo, y de una sola mente en que se sintió como un pasaje de una fría ola en el mar desértico. Cuando en ir y volver hacia el propio destino, se debió de atraer el mismo universo frío que se sintió en el mismo aquel invierno álgido en que sólo se sintió en la propia piel. Y era ella, la del carruaje como toda una princesa vestida de naranja. Cuando llega a su hogar en el pueblito El Chuldre, se debió de alterar lo que debió de ver una carta de su padre, cuando en su habitación vió que su padre fue a buscarla al pueblito. Cuando en el cielo vió que todo era tan frío como el mismo hielo en el mismo refrigerador. Cuando en la alborada se unificó como un ir y pasar de frente en el reflejo al sol, y con la cara al sol, como una hacendosa muchacha, sólo se vió como un Narciso en un lago dejando su rostro en él. Cuando en la alborada se unificó el torrente de pasiones vivas y por claridad de una luz en que sólo se vió el amor en cada rayo de luz. Cuando en el ocaso se reflejó como un flavo color destrozando la manera de ver el deseo de sentir lo fastuoso de una manera en ver el sol. Cuando en el alba se electrizó la forma de ver el juego del amor y en cada paso de la fría pasión, como aquel invierno álgido que derrumbó el cielo de fríos tenues y de conmiseraciones tan delicadas como el mismo cielo tan gélido. Si Augusta de la Paz abrió la carta de su padre, cuando se vió reflejada en ella, como la hija abnegada y la hija hacendosa de su padre Alejando de la Paz. Y la carta decía así despidiéndose de ella…
“Hija mía, Augusta de la Paz, sólo quiero decirte que te envíe al pueblito El Chuldre, a la casita que allí tenemos para evitar habladurías de la mala gente. Hice unos negocios turbios con el otro hacendado y ahora me busca, sólo quiero decirte que te quedes ahí, y busques a tu hermano que se llama David Andrés de la Fuente, hijo de María de la Fuente, si cuando joven yo tuve amoríos con ella y tuvimos un hijo, el cual, abandoné desde que nació, o sea, desde que llegó al mundo. Sólo quiero que heredes esa casita, al igual que a tus otras tres hermanas que están muy bien en el extranjero, y que puedas saber que él es tu hermano... Búscalo, búscalo, hija… él tiene un tatuaje en la espalda, es un cofre perdido en la playa del litoral de El Chuldre, sigan los pasos y lo hallarán. Sólo es una aventura nueva que les dejo a tus hermanas y a él y a tí, por supuesto...te quiero hija mucho…¡adiós!.
Tu padre
Alejandro de la Paz…
Cuando Augusta de la Paz supo de toda la verdad le cayó una gota fría en la cabeza, en la memoria y en su propia mente, pues, yá había conocido y amado en su propia mente a David Andrés. Si David Andrés, era su hermano, no su amor ni su pasión a escondidas, sino amor de sangre, de hermandad y de una familia yá rota. Cuando Augusta de la Paz, sólo sabía llegar a la plaza del mercado, y a la tienda, en la cual, él David Andrés, la perseguía hasta hacer comprar la cerámica en porcelana del escaparate. Y supo más, que su corazón se compungía en el dolor, y más en la sola soledad que le dejó su padre al decirle la verdad a ella y en una sola carta. La soledad le embargó y ella quedó en la sola soledad en que el tiempo y el ocaso se abrió en una noche de triste ambigüedad y de continuidad. Porque a ella le dolió más aquella mirada tan pícara y tan suspicaz que le dió a David Andrés en la tienda de cerámicas sin ser correspondida y además porque era y es su verdadero hermano y más de sangre. Cuando en la noche más fría de aquel invierno álgido, se llevó la más inmensa sorpresa de que David Andrés era su hermano de sangre. Le dijo al chofer que la lleve hacia la plaza del mercado, a buscar a ése joven llamado David Andrés, y todo porque era su hermano de sangre. Cuando en el viento y en el aire sólo lo sintió perpetrar en la misma piel, y más penetrar en el mismo cuerpo. Cuando ella, sólo pensó y pensaba en ése hombre como el más fornido y corpulento de los hombres y hasta se había enamorado de él. Cuando en el mal instante se creyó una cruel manera de entrever el destino como el mismo camino y tan frío como aquel invierno álgido que la llevó a conocer a David Andrés. El chofer la lleva hacia ese destino a la plaza del mercado a encontrar a ése hombre si era aquel invierno álgido del ‘55. Cuando en el sinónimo del amor y el llamado de la sangre lo buscó y halló a todo un hombre fornido y más corpulento en aquella plaza del mercado donde se habían conocido por primera vez cuando un desperfecto mecánico en su carruaje la hizo detener entre aquella viandas de la plaza del mercado. Cuando en su corazón y en su alegría en volver a ver a ése hombre, sólo la llevó por el camino verdadero y tan real como el haber sentido pasión y deseo de enamorarse de él, pero, sólo era su hermano de sangre como se lo dijo su padre Alejandro de la Paz. Cuando en su momento se debió de creer en el pasaje de ida y de vuelta por un eterno carruaje donde la llevaría por siempre hacia su destino más real, encontrar y hallar a David Andrés. Cuando en el ocaso más frío y maś álgido se reencontró con el poder del amor y el pacto más impacto en creer en el verdadero amor, y con la pasión a cuestas de la verdadera razón y de la sangre que llevaba Augusta de la Paz, por hallarlo, y, ¿lo encontró?, pues, sí, si ella supo siempre que lo encontraría. Y David Andrés, la llevó a su casa y ella le cuenta de todos los pormenores de la vida de su padre cuando llega y le dice el nombre de la madre de David Andrés, María de la Fuente, él le confiesa que ésa no era su madre.
Y aquel invierno álgido le cayó tan caluroso en la misma piel, que ella clavó, otra vez, sus ojos en la mirada de David Andrés, una mirada llena de pasión y de ternura, de amor y de dolor, supo ella, que él, no era su hermano de sangre. Cayó en una mirada pícara y tan suspicaz, tan real como verdadera, y tan increíble como tan impotente, porque ella, sabía que podía ser su hombre y más su eterno enamorado, y él, confuso con la carta que tenía en las manos, sólo se petrificó en la forma de haber reencontrado a su amor, a la del desperfecto mecánico, a la de la tienda de porcelana y de cerámicas, y la del excremento de paloma que le había caído en su hombro y que él no pudo evitar. Y si era ¿buena o mala suerte?, lo sabía el destino y el camino y aquel invierno álgido cuando llegó el verano y con la fortuna del aquel tatuaje en la espalda de David Andrés de la Fuente, y sólo fueron y muy felices.
FIN