Sentado bajo el roble,
recostado
en su tronco que se eleva
hacia arriba, hacia el cielo,
hasta casi las nubes
cuando hay nubes;
recostado en el tronco del roble, medito
o me empeño en meditar, siguiendo
los consejos de mi amiga de toda la vida
que milagrosamente envejece conmigo
y se niega a morir para no dejarme solo en el mundo,
sentado en tierra, con la piernas cruzadas,
escucho mi respiración, me concentro,
con una cierta ansia a veces desesperada
pero a veces irónica
porque no llego a tomarme en serio
en esta pose hierática,
me concentro en el flujo de aire
que entra y sale de mis pulmones
como una brisa que sopla
hacia el mar, desde la tierra,
o desde el mar hacia la tierra, hacia mi cuerpo
que queda inmóvil
en este día de otoño incipiente
llevando de la tierra al mar los aromas
de la menta y de la retama,
el olor a leña quemada
de un fuego encendido
en un calvero bien limpio
para cocinar una sopa de hierbas silvestres,
o trayendo del mar a la tierra la salobridad
de la masa de agua y de aire,
de vapores que ascienden al cielo
y se condensan en nubes
cargadas de electricidad.
El árbol
medita conmigo o parece que esté meditando,
si admitimos que un árbol medite,
él que vive en otra dimensión del tiempo,
él que no se desplaza ni siente
el ansia de llegar que sentimos los hombres.
A veces,
me parece
que medite junto conmigo
que escucho el sonido
de cada una de sus hojas vibrando en el aire
estremecidas por mi respiración, me parece
que una felicidad cruce su vasta copa
y que él se recoja en sí mismo.
Espero,
conteniendo la respiración,
que alguien me señale
una salida, y oso suponer
que este alguien pueda ser
el propio árbol, pero
seguramente el árbol, en su plenitud de vida,
está más adelante que yo en el camino
que me empeño en recorrer quemando etapas,
impaciente, con amor y con odio,
con desesperación y esperanza. Pero
sólo yo podría encontrarla, la salida,
si hay una salida.
Sólo yo podría encontrarla,
si tuviera la serena paciencia
que tiene el árbol que extiende sus raíces
hasta los estratos más profundos
donde nuestros antepasados bajaban
con escalinatas talladas en la roca
para que sus muertos descansen
cerca del corazón de fuego
que alimenta los volcanes.
Avanzando en la misma dirección,
tanteo con mis manos la tierra,
tanteo la toba volcánica,
tanteo los escalones, las escalinatas profundas
hasta las habitaciones
en el corazón de la tierra,
cerca del corazón de los volcanes adormecidos,
buscando un resquicio, una grieta,
una luz al fondo del corredor que quizá desemboque
a la luz del día, allá al fondo, que quizá desemboque
en una playa frente al mar
en la luz deslumbrante.
Desde aquí,
desde esta colina,
veo el mar lejano, la playa desierta,
el castillo
de muros ciclópeos
ahora cambiado
en un chiche para turistas,
veo la arena negra que el río sigue acumulando
erosionando las rocas cubiertas de bosques
por cuyos senderos caminaban los hombres barbados
y las mujeres de misteriosa sonrisa.
Una mañana, si bajara hasta la playa,
después de recorrer el sendero
de la colina hasta el mar, podría
recoger una concha de las que las olas empujan
fuera del agua, recogerla y acercarla al oído
para escuchar en su interior laberíntico
el silbido del viento
el fragor de las olas, el murmullo
de las corrientes submarinas. Una mañana,
poco antes del alba, antes de que las velas
empiecen a aparecer en la linea del horizonte,
podría sentarme en un tronco rodado por el agua o en la vértebra
antigua de un cetáceo y respirar el aire
del mar desierto
en esta franja de arena quebrada por el promontorio
en esta extrema orilla de Europa
en la luz del fuego de sus incendios.