Para qué esas gafas —querido mío—
si tu angustia no te deja ver.
Lo di por muerto.
Un día dejó de estar donde siempre estaba,
estaba maltrecho, lo sé, pero había soportado
el peso lacerante de una atmósfera fría,
otras veces no caliente, ardiente,
y su espalda y sus dientes aguantaban
el duro respaldo de un banco blanco
—la una— y los pistachos —los otros—
que un día —de vuelta del trabajo— le ofrecí.
Todo esto que digo es una ligera pincelada
de un cuento que ya os conté —ya tiempo ha—.
Al volver de la farra saturnina, un día, lo quise ver
entre otros vagabundos en una zona de Sevilla
distinta; y parecía mejorado, recompuesto,
pero seguía viviendo con la luna como lucerna
sobre cielorraso; había mejorado, pensé...
Yo, que lloré su ausencia acostumbrada;
una ausencia que fue la cruz de una moneda
que cada día daba vueltas sobre el azar
de un suelo duro y amigo a su cansado lomo,
ya bregado de tanta alforja.
Una ausencia, contrapunto silencioso
a una presencia que jalonaba mi camino
al trabajo, marcando el primer kilómetro
de una ida y venida... esperando
que en alguna de las estrellas
que arriba puntean pegadas al firmamento
viviera feliz, con un mullido colchón
de ambrosía y miel, con el tercipelo
reinando sobre sus andrajosos ropajes...
Me alegré, no le dije nada, puede
que fuera una fantasmagoría
de las que una mente traviesa
inventa, ávida de quimeras.
Dejémoslo estar, voy a pensar
que no fue un sueño.