Eran tres, vestidas con el aliento de la noche
abriendose entre las nubes.
Delgadas y afiladas como juncos
caminaban a plena luz del día
alargando sus pasos suavemente,
implacables, sin detenerse,
mirando todo a su alrededor.
Parecía que todo las sorprendía.
Reían distraídas con el mundo.
De repente se pararon a mirarme
y, reconociendo la maldición del duende
hechizado y solo, me sonrieron
con los ojos su alegría.
Tenían un beso dormido en los labios.
El sueño a despertar no las hería.
Yo ando el mundo, con ellas
caminando en mi recuerdo.