Alberto Escobar

Amada mía

 

Espérame, solo hasta que el alba
entregue sus armas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mírame quieta, no muevas un ápice tu belleza.

 

 

 

 

 

 

 

 

Desde que te tengo entre los ojos
clavadas en las luces de mi pensamiento
no tengo vida, entre lamento y lamento
rezando para verte, de tu vestido lo rojo.
Sé que soy afrenta para tu familia,
escarnio para tu vergüenza, reyerta
para el honor perdido de Don Pedro
que clava sus cruces contra mi estampa.
Sé que me tienes por las noches
como almohada entre tus brazos,
sé que son maromas los lazos
de sangre que te atan al de mi rostro
tu ensoñación, tu deseo de tenerme,
de yo tenerte palpitando tu corazón
como cabritilla que ha claudicado
entre las fauces de un hambriento león.
Sé que soy de los hombres el campeón,
de los ciervos aspirantes en berrea
el que más fiera cornamenta luce,
el terror de la sierra y de sus laderas.
Sé que tu honra te atrapa entre sus cadenas
como una hiena rinde a la carrera a un gamo,
sé que te apenas, que tu madre árnica
a escondidas de tu padre te frota sobre el vientre,
sé que lo sientes de veras, y la espera tendrá
su hueste entre los valerosos caballeros de la fiesta,
piensa, amor mío, en las siestas que a la brava hora
de la tarde serán apoteósis que ni contada por Heródoto.
Cállate, y cállame este delirio, este alboroto
que la sangre bullente me convoca entre las venas.
Vota porque esta pena, que sé que sientes en el alma,
tendrá la calma del que esperar sabe y desesperar desdeña.
Esta esquela aquí te dejo, en el quicio de tu puerta.
Que no se moje que sopla viento de precipitación,
sal pronto a tu balcón para declararte mi presencia
y baja, antes que anochezca y el duende vespertino
coja manta y portante hacia otras andanzas.