Prorrumpió en los adentros
turbia mezcla con escombros
tragándose las líneas de la costa
el borde hacia el infinito.
Sin meditarlo si quiera
la bestía lo arrazó todo
y junto alba en un clima turbulento
las aguas anegaron los llanos inermes.
Después las montañas colapsaron
cual si fueran un endeble edificio de cañabrava con adobe
y entre ellas las esperanzadas vidas
los recuerdos de una vida plena
fueron tragadas por el remolino de escombros
la vorágine homicida de otro tiempo.
El sepulcro sin calma se extendió hasta tierras más lejanas
incluso alcanzando las ciudades todavía no erigidas
incluso alcanzando el futuro incierto
los sueños inalcanzables, las ilusiones rotas.
Y así el maremoto con total estruendo
con improperio y ademánes fúricos
llegó hasta el único faro al otro lado de la costa.
Allí el candelabro de los sueños resistió como los grandes
más las aguas endemoniadas, inquisidoras
arrasaron con su luz hasta atraparlo entre tinieblas.
Y cuando la marea parecía haber triunfado,
entre los remolinos de conejos blancos desmembrados e informes
el ápice de una pirámde resguardaba todavía el recuerdo
los días plenos de aquella endeble ciudad costera.
Era la pirámide construida con la imaginación infantil
de las delicadas manos que esculpen con arena
aquella pieza clavada desde la médula ósea
y que para el adulto empedernido en los números al final de la quincena
no significa más que el casual recuerdo.
Fue ésto ló único que en pie,
aferrándose a las bravas arenas
y al fango licuado bajo sus pies
esperando con paciencia
a que el ritmo y el ciclo de la naturaleza
volviera la brava bestia al cúmulo donde hiciera falta.
Pero el agua tardó horas, días, semanas
y no bajaba por la costa
(Es el cambio climático, decían en sus adentros,
es el mundo, el mundo está enfermo)
Pero el tiempo finalmente las aguas fue drenando
devolviéndola cada vez más al otro lado de la costa;
y cuando la islita recupero sus despojos
pocos sabían cómo acababan de sobrevivir tremenda sacudida.
Nadie está exento de ningún maremoto
nadie si quiera tiene seguras sus señales de alerta
a veces arrasa fugazmente,
y otras veces intenta reclamar sus tierras.
Puede estar el arma una vez cargada
a veces tan lejos o más cerca de las sienes;
los maremotos impulsan la voluntad
y uno nunca sabe cuando, hasta el ápice de la montaña más alta,
terminará sepultada en el remolino del caos de una marea borrascosa
que reclama para siempre una tierra sin alma, un cuerpo sin vida.