Sin saberlo, habíamos crecido tanto.
Ya no huíamos, heridos de vergüenza, cuando tus ojos y mis ojos se robaban la mirada o si en una fiesta los amigos nos hacían personajes de sus historias. Ya no éramos niños, habíamos aprendido.
Ahora sabíamos esperarnos al final de los cursos, a la salida del trabajo. Silenciosos y caprichosos, tus pasos invitaban a mis pasos y juntos inventábamos el camino hacia el otro lado de la tarde donde nos gastábamos los rostros para no extrañarnos.
Ambos aprendimos a conocernos y a construir con el tacto nuestro ángulo segado a la mirada.
Juntos aprendimos a contar más allá del uno hasta contar incondicionales con el uno más el uno, a encontrarnos más allá de nosotros mismos.
Ambos aprendimos a jugar como niños, a ir de la mano esquivando cotidianos enemigos: postes, caminantes distraídos, conocidos que no queríamos saludar; y a querernos sin moldes ni reglas, más allá de la media naranja, la pareja perfecta; a ser tierno y experimentado, a ser traviesa y maternal y a tener secretos de mejores amigos; hacernos reír y hacernos llorar.
Ambos aprendimos que la convivencia es más que dos cuerpos que se unen, dos historias que se cruzan, sino un germinar constante entre lluvia y estío, entre duelo y contento.
Juntos aprendimos a vivir solos al otro lado de la cama, mudos de algún celoso enojo, culpables de un secreto cómplice, aprendimos a equivocarnos y perdonarnos.
Ambos aprendimos que hay noches donde nos necesitamos más que la almohada, desvelados de recuerdos, necesitábamos sentirnos bajo una misma piel porque así el futuro incierto podía inspirarnos.
Ambos aprendimos a extrañarnos en la breve distancia. Sentados, conteniendo el aliento en la ventana, sabíamos encontrarnos a través de los vidrios empañados y adivinar tus pasos en otros pasos.
Ambos aprendimos a decir hasta luego e ignorábamos que hay palabras perpetuas, que hay largas distancias y tiempos eternos.
Y, sin saberlo, empezamos a extrañarnos en cada cosa:
En la cama fría, en un tren que se aleja, en un mensaje sin destino, frente al reflejo de mi primera cana... en lo minio y lo importante y sin estar ausentes, aprendimos a amarnos con retardo y distancia.
Y hoy... ¡No sabes cuánto te extraño! Porque nunca aprendimos a decirnos adiós y sé que no ha llegado el tiempo de mi última lección.