Y cuando impaciente,
en la penumbra de gemidos colmada,
palpe yo tu miembro en reposo
recostado en su prepucio,
descenderá lasciva mi lengua
por la meseta de tu pecho
hasta el fértil valle de tu vientre.
Y por el desfiladero
que sólo a mis labios reconoce,
reptará mi boca luego
y se internará en el bosque oscuro
de tu secreta y húmeda hondonada.
Y, si baja estuviese la guardia,
haré creer a tus sentidos,
que siempre es la primera vez.
Porque ya veo correr brillantes
por tu cuerpo las gotas saladas
que abrevarán mi sed,
bebiéndolas, sorbiéndolas todas.
Y tu glande, pico alto y supremo,
se inflamará victorioso acometiéndome,
adentrándose imperioso,
hundiendo su dureza violácea y sedosa
en mis territorios púrpura y rosados.
Y se arquearán mis caderas
que acuciantes, acuden a tu encuentro
y achican el último resquicio que nos separa.
En mi madriguera felina estás horizontal,
y codiciosa, te apremio y te provoco
impulsada por una reminiscencia
de mi ancestro animal.
Y un rumor incipiente,
el tambor que asemeja tu corazón,
anuncia el nacimiento del río blanco
que a no tardar,
desembocará en mis entrañas.
Quiero amanecer en ti,
bajando y trepando por tu tronco
como madreselva enroscada.
No existe para nosotros el tiempo,
cada encuentro será un renacer infinito,
un rito atemporal
recuperado del furor de la adolescencia.
-mdac-
C C Lizarán