Me mira con el filo
de unos ojos que dan vértigo.
Como asomarse a dos galaxias
o ver el cielo de una catedral
y sus vidrieras.
Pero yo nunca me atrevo a mirarla.
Me mira, con esa superioridad tan suya
consciente de que su mirada
es de otra dimensión.
Como caminar sobre los trozos
de un espejo negro
y verla bailar sobre el fuego
de su propio caos.
Pero yo nunca me atrevo a mirarla.
Me dejo caer por ese abismo
y a veces sólo veo a mis demonios
esperando hambrientos
por si ella nunca vuelve.
Aunque no me atreva ni a mirarla.
Pero ella siempre me mira,
como nieve cálida sobre mi vientre
con sus dulces geometrías
haciendo un laberinto infinito.
Si tan sólo pudiera retenerla
o llegar a describir
aquel color inexplicable
que habita entre sus pestañas.
Musa altiva de mirar frío
como una tormenta en Marte.
Y la piel llena de viento
y el pelo de primavera.
Habla en un idioma que no existe,
y solo cuando me roza
—solo cuando la escribo—
soy capaz de mirarme
y decir,
que yo misma existo.