Alberto Escobar

Perdimos el edén

 

Por qué no me dijiste...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Tú, que quisiste saber más de la cuenta,
yo, que me disfracé de serpiente pitón,
enroscada sobre el tronco del qué dirán.
Adán —quien fungía de acompañante
a la sazón— no pasaba de mera comparsa,
mero testigo ocular del pecado que cometiste,
que cometimos —porque yo tenía a esa misma
sazón una Eva que esperaba en su mecedora—.
Un dios de esos de a cinco peniques
nos llamó a capítulo: teníamos que abandonar
con la urgencia de Sodoma y Gomorra
las comodidades del jardín para adentrarnos
en el rugido de la selva, donde los leones
eran lo de menos...
Sí, perdimos el edén con todo merecimiento.
Tú probaste la manzana, yo te la di,
—en bandeja de plata—.
Tú quisiste aprender del árbol de la ciencia,
yo, no tuve conciencia de qué abismo
se me abría tras sus puertas.
Nos dejamos llevar por el buen tiempo,
ese tiempo que atempera el pomelo,
los trigales de pan, y las pomas de cera.
Sí, eran buenos tiempos y nosotros teníamos
la sazón para ofrecer la cosecha al jornalero.
Tú me sonreíste —otra vez— y yo...dejé
que la sonrisa me llenara como aquel vaso
que de temprano antes del colegio mi madre
me llenaba de tierna leche y sabroso cacao.
Yo te sonreí también —quizás mis comisuras
no me advirtieron de su elasticidad—,
y te contaba chistes y chanzas que ensancharon
ese abismo por el que los dos nos precipitamos...
Eso fue todo, fuimos carne trémula, tremolante,
viva y vívida, palpitante de vida y mordiente
como esa gota de ácido que consiste tu palabra.
Abandonemos todo, este mundo que no es nuestro.
Vente conmigo al corazón de la tiniebla,
al ojo del huracán —donde reside la verdadera calma.