Una noche sombría y borrascosa,
entre el ruido hiriente de los cristales,
el ulular del viento me decía
con agrias lágrimas y flébiles ayes:
«Oh ven, ven a viajar en el tiempo
a ignotas regiones inmemoriales,
a exóticas y brillantes estrellas
que jamás han hollado pies mortales.
Deja las vanidades de este mundo
y el apego a los bienes terrenales,
vuela por el océano de las nubes
a través de las auroras boreales.
Olvida los placeres de esta vida
y el engaño de sus suntuosidades,
y elévate a las regiones etéreas
donde viven los seres celestiales.
Aléjate de las ciénagas inmundas,
de los miasmas tóxicos e irrespirables,
y por la luz de los espacios vuela
a la búsqueda de eternos rosales.
Recorre el universo infinito
en las alas de un corcel indomable,
que te traslade a las mieles del cielo
muy lejos de este mundo miserable».
Al alba cesó el ulular del viento,
se apagó el chirrido de los cristales
y en los brazos de la rosada aurora
regresé al planeta de los mortales.