En mi vida
hay gatos, húmedos,
ridículos o pomposos,
llenos de risa, como conversadores
que fuman. Hay gatos
porque existen en todo mi
pueblo; porque los hay
en todos los lugares, y
buscan acomodo en casi
todas las esquinas. Los hay
también, porque hay tristeza,
porque hay nobleza en el mundo,
y porque hasta Borges, hasta donde sé,
tuvo varios. Los hay espadachines,
delincuentes que sorben los frutos
de los huertos abandonados. Rateros,
infames, feligreses de parroquia de café
y puro. Borrachines insensibles
al ruido, que bailan al son de quien
les llena el vaso.
Hay gatos exagerados, corpulentos,
insignes, que merodean los rincones
putrefactos, con interés sensual, voluptuoso;
llenan las cicatrices de mi barrio,
con sus meadas territoriales, creando
su propio refugio hospitalario, sin dañar
a nadie. Y pasan las tardes,
y pasan las nieblas,
cada vez más veloces, bajo su maullido constante.
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