He construido una valla invisible
en el desierto. Nadie entra, nadie sale.
Se oye caer la arena hacia el centro
tan monótono como seguir buscando el horizonte
detrás de la valla.
Mido en sonidos de pasos
los días bajo este calor indolente,
pero nadie entra, nadie sale.
Una vez bajó la lluvia a acariciarme
y no supo esquivar el sol en mi piel,
se marchó en un esqueleto de vapor
en busca de otro oasis abandonado.
Oigo el grito de mi pecho en cada noche
reconstruida por sí misma en una infinita
sucesión de latidos de martillo
que intentan salir de dentro;
los golpes encogen mis pulmones
y me obligan a respirar por la boca la soledad
rota
en
varias
partes.
En forma de cristales recuerdo
los lejanos cuerpos que míseramente
miraron a través de la valla
con verdadera y curiosa sinceridad.
Yo, escondido, los saludo sin mirarles
cuando sé que no miran.
Otro adiós sin despedida en la nada.
Porque nadie entra, nadie sale;
gracias a mí, por mi culpa.