Ahí, siempre ahí,
estás madre mía;
dulce como la brisa
de los alisios, atemperas
el calor del verano,
y cual lucero rutilas
en momentos oscuros.
A mi primer lloro
fuiste nutrientes;
tus pechos satisfacen
mi creciente voracidad,
me empinan sano y fuerte.
Lo supe madre,
supe de tu bregar
para cargarme en tu seno;
con dolor me alumbraste
y te sentiste dichosa.
Llegan mis entendederas
y me presentan a la bondad
hecha persona,
con normas para la vida
y señales en el camino.
Me enseñaste a ser bueno,
tarea que cumpliste airosa;
vigilaste de noche
y trabajaste de día,
con nanas de susurros
conciliaste mi sueño
y al despertar tus labios
rozan mi tes con un beso.
Excelencia en la cocina:
¡Qué rico ese arroz
con legumbres negras!
y vuelves a ser nutrientes
en la sequía y en la abundancia.
Yo llevo tu imagen en mi mente,
tu cultura en mi sangre,
de aquellas hábiles manos;
de los bombachos de mi infancia,
de la costurera, la cocinera,
del arroz congrís endulzado,
de las cataplasmas para la fiebre,
del acerbo aceite ricino
colofón de la pócima
en la empírica cura de parásitos.
Manos hechas para el arrullo,
derroche de bálsamo
para íntimas penas,
corrigen el desvarío,
acarician en el dolor,
alientan en el pesar.
Conociste la palabra
creíste en ella
mas ignorabas el abecedario;
me pusiste en su camino
y las letras me poseyeron,
-me llenaron, me desbordaron--
y su torrente te arrastró, madre
y de mi mano las tomaste,
aprendiste a juntarlas
y leíste y leíste el libro sagrado.
La madre, ya esté cerca,
ya esté lejos,
es de nuestras vidas el soporte
y cuando se nos va
¡tan inmenso amor,
divino amor!
El mundo se abre
bajo nuestro pies.
27 de octubre de 2020.
Edel Vicente González Pérez