En un pequeño taller
un esqueleto sin rostro
añade minutos a los relojes.
Los hay eternos y muy cortos,
de diamantes y de madera arañada;
frágiles, dóciles, hábiles, inútiles.
Desordenados en la gran estantería del taller
repiten el ciclo del tic-tac,
producto de la secta cronológica inmutable.
El esqueleto trabaja en esa ausencia de espacio
con las agujas atravesándole los huecos de los huesos,
con los minutos demasiado cerca de los relojes,
y las manos amarillentas y destrozadas.
El torpe esqueleto no puede evitar
tirar sin querer con sus codos
los relojes que le rodean,
rompiendo irremediablemente
los minutos de algún reloj de diamante corto,
o los minutos de algún reloj de madera eterno.