¡Cómo pugnaban los ojos
por abrir su propio paisaje!
¡Y qué maravilla el descubrir
los vertederos, los pozos residuales
llenos de juguetes rotos!
Yo recuerdo, de muy joven,
las pinturas encaladas de las puertas,
los ceniceros aguados de los obreros,
y aquellas astutas golondrinas planear los aires.
Dentro de esa enmarañada selva, construir
un puerto de velocidades alternas, con tapones
de corcho y de recientes botellas.
No dormían mis ojos, sino en suelo ajeno.
Un laberinto de habitaciones que ocultaban
las primeras llamadas del deseo: árboles de frutos,
más allá, en las primeras autopistas.
Telas y vestigios y el ala de una rota caricia:
las cortinas finísimas donde anidaron el fuego
y el honor inaugural.
Luego, las clases, paupérrimas, el tránsito
de joven a adulto, los huertos al lado de las escuelas,
las escuelas junto a los olivares de turno.
No pude sino dormirme junto a las estaciones
de paso: mitos juveniles, y cuerpos decentemente
indecorosos.
La planicie hermética y silenciosa, debilitada,
sueños hermosos.
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