Envuelto por los rayos de la luna,
su cuerpo descansaba sobre el prado;
lo mismo que un clavel inmaculado
que adorna con su gracia la laguna.
Viajaba su mirada de aceituna,
inquieta, por un cielo platinado;
llevando su rielar acompasado
con esa suavidad que el alma acuna.
La noche, con hermosas pinceladas,
servía como templo de Himeneo;
cubriendo con sus luces argentadas
el tierno susurrar de su jadeo;
del cual se desprendían marejadas
del fuego pasional del gran deseo.
Autor: Aníbal Rodríguez.