Solía soñar con el cielo nocturno alumbrando los campos de un pueblo desconocido de un mundo desconocido. El enorme satélite me observaba con sus rayos blancos y resplandecientes, así como al resto del paisaje. El pasar del viento por mi cuerpo, aunque frío, era calmo, íntimo, y solitario. Poquito a poquito, la luna succionaba pedacitos de mi corazón, hasta vaciarlo, y en su lugar plantar una semilla que la gente que piensa se encargo de nombrar soledad.
Esta es la historia de los hijos de la luna de octubre, personas como tú, personas que queremos entrar por fuerza a un planeta que nos rechaza, porque no pertenecemos. Somos nocturnos, somos solitarios, nos llenamos de nostalgia a la menor provocación. Puede ser que muramos al sonar los acordes de las guitarras valientes, el trinar del pájaro que viaja o las cuerdas tensas del arpa melódico. Puede que, en cambio, sintámonos vivos al encontrarnos a las alturas, cerca de nuestra amada estrella blanca, anhelando el día en que decida tomarnos de vuelta a sus cráteres, adonde pertenecemos, de donde nunca debimos salir.
¿Quieres saber si también eres un hijo de las lunas de octubre? Basta con que toques tu pecho y sientas el ritmo agitado y distorsionado de tu corazón. ¿Te exige ser arrancado y llevado lejos, lejos, a un lugar que añora, pero no conoce? ¡Entonces eres uno de nosotros! ¿Buscas algo desconocido cuando andas por las calles del universo? Definitivamente eres nuestro hermano, aquel triste muchacho o muchacha errante. Déjame decirte que no estás solo, contrario a lo que tus huesos viejos te digan. Yo a lo lejos te siento, te escucho, te espero. Algún día encontraremos el camino estelar de sueños rotos, esperanzas pérdidas y lejanas, pertenecientes a la tierra que no nos corresponde, e iremos a la luna.
Veremos a nuestra madre y le amaremos, aunque nos haya perdido, porque nunca nos dejó de amar.