Corre la brisa sin rumbo por entre el poblado
no mora nadie en las calles,
ni en los parques, ni en las casas
es un pueblo olvidado que solo el viento traspasa.
Quedan solo los árboles apostados en el pueblo,
con sus grandes sombras gráciles
y sus raíces en el suelo;
vigilantes estáticos, silenciosos y sempiternos,
esbozando un lenguaje antiguo
que solo conoce el viento.
En las noches los muertos salen y pululan el pueblo
pues allí un día vivieron y allí vivirán muertos;
sufren una maldición muy antigua
conjurada por un anciano decrépito,
que en la plaza fue quemado,
por luciferino y hechicero.
Mientras ardía decía en coro:
“Maldigo a todos los pobladores,
que ninguno encuentre quietud
si en estas tierras se queda
siendo atormentado en vida
y atormentador en muerte,
desgraciada será su suerte,
hasta el fin de los días”.
Nadie creyó en un inicio
en los desvaríos de un viejo,
pero quedaron perplejos,
cuando la maldición se hizo efectiva.
Embrujado estaba el pueblo
y horrorizado los pobladores,
quienes iniciaron su partida
buscando tierras mejores.
Individuo que se acerque
por curioso o por incauto
a aquel pueblo de espantos
encontrará allí la muerte,
rápida e indiferente
a cualquier suplicio o llanto.
Condenados a la noche como guardianes eternos
esqueletos engalanados con gusanos por todo el cuerpo,
moradores nocturnos, calacas en movimiento,
una imagen espantosa salida del mismo infierno.