Se suicidó hace diez años
en un pueblo de La Mancha
un muchacho sin sentido de su ser,
en busca de un letargo
menos cruel o comprensible;
estoicismo en una cama de letras sin papel.
No hubo sangre en abundancia,
ni gritos, ni terror que él recordase,
solo un segundo y un crujido
antes de un balanceo eterno
que contaba las razones:
un pro a la izquierda,
una contra a la derecha,
síes y noes en cadencia
de gruñidos elásticos.
-Con y sin motivos-
anunciaba el verdugo de la piel de esparto.