Solo con ver tu mitad
me basta y me sobra.
Estoy perdido en la noche,
por entre las luces de una avenida
cuyas farolas desdeñan los vehículos
y alumbran a las ventanas del edificio,
ventanas con su luz ya dentro.
Estoy perdido, escuchando la radio,
sobre el enlosado historiado de una terraza,
escuchando mi programa favorito,
un magasín que a veces se desparrama
en deportes y otras en poesía.
De repente algún locutor invitado
—no el de siempre—
se cruza por entre las ondas
para verter al aire unos versos de Machado
—solo fueron unos cuantos, un pequeño
fragmento de Abel Martín—
que me dejan en desconcierto.
Fue una revelación que se tornó
en amor a primera vista,
de esos amores que transforman
de ahí en adelante al herido.
Al día siguiente voy desbocado
a la librería de costumbre
a emparejarme un volumen
del citado heterónimo.
Desde el preciso momento
de poseer entre mi manos,
a mi sabor y deseo, los pensamientos
de tan insigne filósofo
me siento a salvo de la vida
—de sus fragores quiero decir—
y mi caminar ya no es idéntico.
Cuando llega la hora de la emisión
vespertina y diaria mi atención
varía, ya anda poseída
por el demonio del sevillano,
que me visita en sueños
y me susurra al oído sus decires
y sentencias, y me conduce
por las trochas, brezales y rompientes
que el acaso quiere ofrecerme.
Gracias Don Antonio, sígueme ahí
y te seguiré como recompensa.