Alberto Escobar

Leonor

 

Vivo en una cárcel
del color de mi pelo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ella se levanta —rubia como azabache teñido—
sobre el rayo que fulgente entra, y mira el horizonte.
A lo lejos de su ventana un río, a lo lejos de su mirada
una quimera: ser cualquiera, ser como esas que juegan
a la rayuela y la comba entre los aromas de las flores
que tejen la primavera. Ella no es de las corrientes,
ella nació predestinada y con el estigma de púrpura
que le imprime su sangre, azul y blanca, de piedra
cálcica que nutre sus anhelos y sus ganas.
Me detienen de hierros dorados mis ventanas —
dice ella entre dientes, como para sus adentros—.
No temerá por la materia que le alimenta como
a lo mejor ellas, pero a cambio está por dentro
yerta de emociones, no fluye su natural esencia,
que es tan natural como el de ellas, que no piensan
más que en la merienda de la tarde y en que la maroma
que entraña la comba esté tiesa y turgente. Yo debo
pensar en mi patria —musita ella entre unos dientes
de plata que ya marchitan, de pálida retama—.
De entre las horas que se derraman entre alba y alba
va la niña desgañitándose el alma pensando...
Sus padres esperan de ella que el peso de su estirpe
sienta noble acomodo entre sus guedejas y no se queje,
que para quejarse ya pudieron ellos hacer gresca.
La ayuda de cámara —una joven de buena familia
y de intachable prestancia— pica la puerta para pedir
la entrada, ella concede sin mirar a su espalda,
no quiere perder ojo a las niñas que juegan jugando
el paso de los días y las claras, riendo lo que ella no ríe,
soñando lo que ella ni sospecha.
Gira su cara y la mira, la joven le tiende su bata
sobre los escasos hombros que la entallan.
Una vez abrigada y a salvo de amenazas vuelve mirada
al patio —patio relleno de hojarasca que la primavera
no restó todavía de la invernal sustancia—.
Dejémosla tranquila, que sueñe aunque sean minutos
sobre lo que una vida nueva le deparara, y vayámonos
quedo y sin mácula al olvido y final de la trama.