Todo comenzó con una hoja
que fue un contrato a largo plazo,
una llamada de azar desesperado,
de sed de curiosidad carnívora.
Te vi, lo besaste y se puso el casco
de la moto como un cráneo de plástico
abandonado en el suelo.
Me viste y me abrazaste en un salto
y cogidos al vuelo
nos bebimos el bar más cercano.
Silencios de mala postura,
conversaciones de abogados y dinero fatal,
del tiempo entre dos tiempos,
de volverlo a intentar
con quien ya lo hemos vuelto a intentar.
Casi nada entre medias.
Nos encontramos por la noche
en una película que se rodó en la cama,
tú, entregada a los amores disolutos,
quebraste mi duda tumbada conmigo,
acercándote a milímetros abriendo los labios,
confiando en que me acercara al borde
de un fuego afilado y deprimente.
El resto es un rastro borroso.
Quizás bebí de tus pechos y gemiste el inframundo,
o te sentaste en mis dedos para mojarlos,
y quisimos penetrarnos,
o quisiste dominarme con los ojos
de un animal hambriento en la selva
con sus uñas de sangre,
y te la metiste en la boca
al canto de “aguanta un poquito más”;
y yo no aguanté esa noche.
En esa noche que fueron dos noches.
O fueron todas las noches y algunas horas,
o dos poemas y medio,
uno en voz alta,
otro años después.
Y los versos sueltos los que son callados,
los que hacen anatema del recuerdo.