Fátima Aranda

Nada por aquí...

El cielo se resquebraja en miles de cascarones, derramándose, naranja y oro, la mañana. El retumbe plomizo de la tormenta se aleja, huyendo irresoluto, se aparta. El aire huele a rojo crépito de horno humeante y a párpados caídos que luchan por zafarse de la mordaza del sueño. El viento en el tejado descansa, agazapado entre tejas y ramas desnudas de árboles que esperan vestirse con abrigos de incipientes flores efímeras. Las luces de las farolas tintinean nerviosas anunciando el júbilo que antecede al fin de su jornada y bostezan restregando sus ojos con las manos de la niebla que, paulatinamente, baja para fundirse con el agua de riego del asfalto. Se oye el ruido de zapatos reforzados, de trajes planchados con corbata, de humo, faros, café para llevar y bolsas de meriendas, inmersos entre las notas de una melodía redundante y cotidiana. La calle vuelve a la vida entre vados prohibidos de carga y descarga que, rutinariamente, se hallan mezclados entre los pasos cortos y apresurados de mochilas de colores y coletas que se estiran al olor del agua fresca de hierba y lavanda. Poco a poco, tirando suavemente del paño oscuro con que cubre la ciudad la noche, va descubriendo su truco de magia, intrigante, enigmático, con sigilo, otro día. Y todo comienza de nuevo.