Todo lo que nos llama a la vida intensamente
nos lleva con la misma intensidad a la muerte
—ya lo dijo aquel estruendoso sabio—.
Lo que me llevó a ella, lo que significó
en ella para mí el inicio de un hiato de vida
—que fue creciendo hasta la hipertrofia—
terminó inexorable por conducirse a una muerte
por sabida anunciada, pero no oído en su anuncio
—porque esos anuncios son como aquellos que
prorrumpen en tu receptor televisivo a horas
intempestivas diciendo de asuntos que por rancios
al gusto y desabridos al carácter son inoídos, o
al menos inescuchados —como aquellos que hablan
de los muertos de una guerra que por diarios se hacen
puesta y aurora de un sol cotidiano—.
Ayer —caminando después del trabajo— me llegué
a mi primer barrio de Sevilla —aquel que me vio vivir
en mis primeros ocho años— hasta apostarme delante
de los balcones que mi piso ofrecía al jardín trasero
de juegos, donde mi padre aparcaba entoldado su
seat 124 —que, por cierto, mantuvo inmaculado hasta
que su muerte tuvo a bien entregárnoslo para darle
cumplida sepultura y descanso—. Como decía, me puse
en el lugar del \"Platero\"—que así llamaba mi padre, y
por derivación nosotros también, al coche— mirando
los dos balcones —tan pequeños me parecían, y me
siguen pareciendo— para desvelar el misterio de la
pertenencia —sigo sin decidirme con rotundidad sobre
cuál de los dos fue el mío —lo curioso es que lo mismo
me pasa con las puertas de entrada a mi casa de vecinos,
que da justo detrás del jardín; recuerdo que era la letra
i pero no recuerdo si la primera de la calle era la g o la h
—creo que la g, ahora que escribo, pero cuando me pongo
en frente —como ayer mismo— esta supuesta seguridad
que exhibo ahora, en la lejanía del suceso, se me disipa
como azucarillo en café hirviendo—.
¿Y qué tiene todo esto que ver con lo que estaba diciendo
al comienzo de este rompecabezante escrito?
¡Ah ya recuerdo..! La anotación en mi vademécum como
hilo de Ariadna que me lleve al final del laberinto es el
llamado principio de Peter, ese que dice que subimos
por una escalera jerárquica hasta que la incompetencia
nos estanca en uno de sus peldaños. Este aforismo
empresarial lo quiero llevar —si mi entendimiento me da
suficiente gasolina— al terreno del idilio amoroso, ese al
que somos tan proclives por estos lares.
Eso que me atrajo de ti me dio vida sobre tu vida hasta
acostumbrarme a ello y allanarlo hacia la desaparición,
hasta hacerlo invisible, inapreciable, inexistente, y
asimismo inservible para seguir unido a ti.
Te sorbí como huésped depredador toda esa esencia
tal una mantis religiosa y maté tu efervescencia,
tu significativa esencia hacia mí, resultándote vacía,
llegando así a ese principio inspirativo que encabeza
esta vorágine a que llamo publicación en poemas del
alma.