Carlos Rojas Sifuentes

Felicidad

El verano de aquel dieciocho

aún no conocía de temores.

El aire cálido rozaba la hierba,

secando sus filosas puntas  

y en el largo atardecer del estío

tendido sobre el tibio manto

del sereno Champ de Mars

las flores contaban secretos

que los amantes compartían

bajo la noche brillante de París.

 

No sabíamos entonces que la felicidad

andaba pisando nuestros pasos.

Nadie recordaba ya de las veces

en las que sobrevivir fue un privilegio,  

porque ocurrió hace mucho tiempo

que la desgracia se asentó en la urbe,

pero la tormenta no se queda a vivir,

y el olvido termina por diluir el miedo,   

y de tanto mirar de soslayo lo pasado

ya no cabían penas en nuestro recuerdo.

Por ejemplo, de aquella vez cuando   

sobre el Sena se extendió la niebla,

la Dame de fer se ocultó en la oscuridad,

y las calles se llenaron de temor.

Días en los que la alegría de vivir

se confinó en las tinieblas de la razón, 

se suspendió la risa en el olvido

y cesaron los encuentros furtivos,

bajo los castaños del Jardín de Luxemburgo

o en búsqueda del amor fingido

en un rincón del Bois de Boulogne.

 

Por suerte el olvido tiene poca memoria

y ya pronto olvidaremos haber sufrido

el acecho de la muerte, golpeando

nuestra cabeza para dejarnos sin tiempo,

y como quien despierta de una pesadilla

volveremos a cruzar todos los puentes.   

Volverán los abrazos a reunirse,

volverán los besos a pedir de boca,

volverán los cuerpos a descubrirse.

Y en muchas tardes de rojo anochecer

les fleurs de París seguirán soñando

con las historias de amor que oirán

de poetas, amantes y frustrados suicidas.

Navegaran por el Sena diversas sonrisas,

las piedras serenas se estremecerán

por la masa incontenible de turistas,

la torre será de nuevo un faro resplandeciente,    

y del Montmartre bajarán palabras

que llenarán los oídos de música. 

 

Aquel verano del dieciocho

fuimos tan felices y no lo sabíamos.