El verano de aquel dieciocho
aún no conocía de temores.
El aire cálido rozaba la hierba,
secando sus filosas puntas
y en el largo atardecer del estío
tendido sobre el tibio manto
del sereno Champ de Mars
las flores contaban secretos
que los amantes compartían
bajo la noche brillante de París.
No sabíamos entonces que la felicidad
andaba pisando nuestros pasos.
Nadie recordaba ya de las veces
en las que sobrevivir fue un privilegio,
porque ocurrió hace mucho tiempo
que la desgracia se asentó en la urbe,
pero la tormenta no se queda a vivir,
y el olvido termina por diluir el miedo,
y de tanto mirar de soslayo lo pasado
ya no cabían penas en nuestro recuerdo.
Por ejemplo, de aquella vez cuando
sobre el Sena se extendió la niebla,
la Dame de fer se ocultó en la oscuridad,
y las calles se llenaron de temor.
Días en los que la alegría de vivir
se confinó en las tinieblas de la razón,
se suspendió la risa en el olvido
y cesaron los encuentros furtivos,
bajo los castaños del Jardín de Luxemburgo
o en búsqueda del amor fingido
en un rincón del Bois de Boulogne.
Por suerte el olvido tiene poca memoria
y ya pronto olvidaremos haber sufrido
el acecho de la muerte, golpeando
nuestra cabeza para dejarnos sin tiempo,
y como quien despierta de una pesadilla
volveremos a cruzar todos los puentes.
Volverán los abrazos a reunirse,
volverán los besos a pedir de boca,
volverán los cuerpos a descubrirse.
Y en muchas tardes de rojo anochecer
les fleurs de París seguirán soñando
con las historias de amor que oirán
de poetas, amantes y frustrados suicidas.
Navegaran por el Sena diversas sonrisas,
las piedras serenas se estremecerán
por la masa incontenible de turistas,
la torre será de nuevo un faro resplandeciente,
y del Montmartre bajarán palabras
que llenarán los oídos de música.
Aquel verano del dieciocho
fuimos tan felices y no lo sabíamos.