El lenguaje es la llave
con la que descerrajamos
la realidad.
Te presto mi llave, querido lector
que presto acudes a mis dichos,
a mis letras, ávido de los caprichos
que brotan de mis dedos de doctor.
Querido lector, que sigues el rastro
que de mi tinta la huella va dejando
hasta hacerse reguero, verde trasto
que de niño dejé fuera del cuarto
de los juguetes, y que justo ahora,
de mayor, tiene verso, senda y aurora
para de rosicler iluminar de infarto
la salida del astro, el ocaso del estro,
que en todo acto creativo sí viene.
A ti lector, todo lo mío es vuestro.
Este fue el leve soneto con que el singular Bernardino de Clavijo
bautizó sobre el cordel de esparto de los anales de su tierra
su paso por las letras, su compañía en soledades señeras donde
compuso e inventó un universo, que no habría sido sin el aliento
intacto mas presente del lector que dignó cruzarse en su camino
cuando estiraba las piernas por las estrechas callejuelas del barrio
de Santa Cruz, a la hora siempre vespertina de las seis de la tarde.
Una humilde inscripción, apenas visible en un recodo de la calle
de los Meseros, disponiendo del saliente de una antigua ménsula
románica huera de su antaña iglesia, nos cuenta y recuerda a todo
sevillano que se precie en su lectura la existencia de este insigne
y postrer representante de la generación del veinticuatro, brillante
en su escasa huella por entre los libelos que de literatura hablan.
Dejo aquí este testimonio para que se revele —aunque efímero
tal la llama de un fuego artificial— la incuria que el tiempo asienta
sobre aquellos tesones que no tuvieron merecida recompensa.
El tiempo, ese inexorable juez que caprichoso venera el dicho
y desmerece de costumbre el hecho...