El viento de este viernes me corre por los huesos.
Me subo la capucha del impermeable oscuro
y espero, junto al Arco, que pase el Santo Entierro.
Es el último año que salgo a ver al Cristo,
me digo;
pero miento.
Porque solo en el Viernes Santo vuelvo a encontrarme,
me alcanzan por las calles los recuerdos.
Teníamos dieciséis, hace ya tanto…
Aquellas tibias noches de azul adolescencia…
Semana Santa en Córdoba, tú y yo perdidos
desbrozando, premiosos, cada esquina
de angostas callejuelas.
La cera derretida
se confundía con el sabor a besos.
Procesiones por dentro de las venas
que se abrían un instante como cirios ardiendo.
Naranjas de diciembre, ayer azahares
que caían al suelo al desnudarme
de madrugada, en casa,
con un rubor de primaveras nuevas.
No bebíamos alcohol, bastaba el agua
y un cigarrillo a medias para sentir la magia.
Yo hablaba demasiado, tú… no sé si escuchabas.
Yo hablaba y tú callabas, y en tus ojos espesos
titilaba una estrella enamorada.
Dieciséis años y el amor mordía
como nos muerde siempre lo que no conocemos.
(Hoy tan solo me muerde ya la huella
que los años vaciaron en mis huesos).
Madrugadas de hambre mezclados con transeúntes
en la estación Central
donde creíamos pasar inadvertidos
(Dieciséis años, ay, cuánta inocencia).
Trepábamos a algún tranvía de los azules
que dormitaban en las vías no muertas
y allí nos devorábamos y moríamos a besos,
solo a besos,
porque era 1983
y eran los besos la manzana de Eva,
y en nuestro amor secreto fuimos Romeo y Julieta,
y dieciséis entonces solo eran dieciséis.
Fue el Viernes Santo, cuando
de pronto el tren azul se puso en marcha.
Nuestros ojos, clavados
como un reloj herido
de bala
en la hora exacta.
Pasaban nuestras calles diciéndonos adiós.
Golpeaban -otra vez- nuestros dieciséis años
y en casa me esperaba otro castigo.
(A ti no, tú eras hombre, tú no corrías peligro…)
Nos cogimos las manos para ocultar el miedo
y se detuvo el tren, y regresó,
y al pasar por el barrio, de vuelta, presentimos
la primera derrota.
Amargaban tu lengua y mi cintura
y tus últimos besos supieron a esa lluvia
que enlentece las tardes de verano en la playa.
Nos separaron un sábado de Gloria.
(Lo más triste es que ahora lo comprendo,
ahora que soy más vieja y menos sabia.
Quizá olvidé tu nombre, pero cómo te amo
cuando un sabor a lágrimas me trae regusto a mar).
Domingo de Resurrección, tú y yo estrenamos
-con dieciséis-
la inmensa soledad.