No me importan esas caracolas nacidas en su
sufrimiento, o aquellas búsquedas tras los cristales
reticentes, ni esas otras que asombran por su particular
sombra gris. En cambio, pronostico
un exigente ojo colérico, un palpitar de navajas,
que engrandece el óxido que todas las armas
debieran tener. Sin embargo, me pesan
los oídos, no resulta fácil conllevar su excesivo peso
de diamantes subterráneos, de entrometidos
y exóticos náufragos de combates.
Así que proclamo el fin de los glaciares,
exiguos convalecientes de materiales convencidos,
o de esa sangre imperiosa que auspicia su necesidad
de escucharse más lejos que el mar sin su oleaje.
Me retumban todas las lápidas como lapiceros cuadrados;
como cuernos sin sustento de amigables ceniceros.
Yo tengo sin duda esos labios amnistiados
esas cenizas de rosales, esas protegidas aberraciones,
la lava convulsa
de participios extinguidos.