Cualquier lecho basta
porque mi descanso es el pelear.
Media jornada ya de trayecto.
Alzo la vista y a lo lejos una estancia.
Mi amigo, caballo negro al lado, me dice posada,
yo le digo castillo, él posada, yo castillo, posada,
castillo, pos...
Nos fuimos acercando al paso del casancio
arrastrado por senderos arriscados y breñales
que se gozan de serlo, necesario era un sueño,
que los caballos paladearan la yerba del descanso
y fresca agua de abrevadero.
Detuvimos el paso y bajamos, los pies bien posados
sobre la arena del corral, unas lozanas de hermosa
presencia nos advierten y miran —de hito en hito—
y nos lanzan decires que con las aguas en frescor
compiten, nos piden las mochilas y chaquetas de frío
para acomodarlas sobre los percheros del vestíbulo.
El alcaide del lugar —o al decir de mi amigo el dueño—
nos espeta la falta de camas para ser acostadas, nos
acostamos donde sea, estamos hechos a la intemperie
y el peso del viento, voy a ver contestó raudo y fue
más raudo a aparejarnos las habitaciones.
Platos rebosantes de vacuno y menestra dadores
de humos revivificantes nos pusieron por delante
las mismas doncellas que de risas nos recibieron.
Fue comer y caerse los párpados, granadas abiertas
fueron las escenas del sueño, reparador hasta decir
basta...
Al alba pusimos los pies sobre el terrazo y los caballos
sonrientes nos dieron los buenos días, hartos de buen
pienso y fresca hierba del prado.
Seguimos, el sendero nos prometió silencio y así fue.
A lo lejos, de nuevo, un vislumbre, ¿Qué será?