Estamos conduciendo de vuelta por esta carretera
deshabitada, oscura como un pozo de carbón,
con las líneas blancas pintadas
sobre la lengua de las nubes
y flechas fluorescentes
revividas.
Nos reímos de alguna broma
o de los márgenes de la Tierra
esculpida en este suelo de ónice,
donde conducimos,
donde suena la canción
y empieza el silencio.
Al fondo nuestros ojos
son dos líneas de horizonte,
naranja sobre negro,
que se cierran en la curva de la espalda de un mendigo.
En la guantera a veces hay una pistola,
otras un paraguas y un reloj,
y también la pistola y el paraguas
o un reloj de pupilas.
Y acaso, pienso
(una vez que llegamos a las calles de siempre,
de piedra exhausta y perros borrachos
en todos los callejones,
de olor a tripas y zapatos viejos,
de operaciones cardíacas,
Alzheimer, bolsas de plástico roídas
por los niños y las ratas,
órbitas de alcantarillas,
residuos de los que dicen estar locos
pero solo se detestan,
y de esa negra y despreciable boca
que se traga hasta la más mínima voluntad
de volar);
que si no nos matamos en la carretera
y este mal sueño continúa en dirección contraria.