El sol de diciembre atraviesa
como si fueran balas.
Como si ya no pudiera acariciarnos.
Suena un violín en alguna calle sin nombre,
que huele a nada y despedida
porque ya no queda nadie.
Ni un abismo que mire a otro abismo
ni una sola cosa en la que reflejarte
-ni siquiera aquella mirada-
porque ya nadie volverá a mirarte así,
infinito, cálido, sonriendo.
De las hojas muertas del otoño
ya no volverán a crecer flores,
y ya no habrá quien recuerde
-ya no habrá quien nos recuerde-
su extraña belleza inerte
cuando sea otra vez primavera.