Elmer quiso tener un perro desde que era niño, sin embargo sus padres no le permitieron tenerlo a pesar de que vivían en una casa con un terreno suficientemente amplio, él siempre obtenía un rotundo no por respuesta a sus peticiones: que si los pelos dan comezón si se te pegan y peor si los respiras, hasta te puedes quedar tísico, que si les encanta embarrarse de tierra y si llueve se sacuden y salpican hasta las paredes, que si la rabia, la peste, las pulgas se te meten a las orejas y si no se sacan a tiempo llegan hasta el cerebro, que si dejan sus heces por todas partes y las moscas llegan en tropel aterrizando en la comida, que si son insoportables con sus ladridos que no dejan dormir y que hasta pueden resultar nahuales, etc. Siempre había una u otra razón para negarse aunque él jurara encargarse de atenderlo y educarlo, no había animal, ni grande ni pequeño apropiado para tener en casa, nunca entendió Elmer esa fobia de sus padres por las mascotas, más aún por las hembras, como si una de ellas fuera suficiente para infestar de cachorros la casa en menos de un año, para él en cambio el animal era mucho menos complicado que la gente, una mascota nunca repelaba ni agredía a menos que lo atacaran, siempre le daba gusto ver a su dueño y no era exigente. Su predilección por los perros empezó desde pequeño, cuando veía jugar a sus compañeritos de la escuela con los suyos, le maravillaba que los perros respondieran a sus nombres, escoltaran a sus dueños a la tienda o los protegieran gruñendo si se les acercaba un desconocido, e incluso alguno supiera dar la pata o ir tras un palo para entregárselo nuevamente a su amo, le gustaba ver como se divertían sus amigos al tirarse en el suelo mientras el animal buscaba sus caras para lamérselas.
La única ocasión en que un perro fue aceptado en la casa fue cuando la abuela le llevó un cachorro criollo y si bien por respeto a la anciana y sus buenas intenciones no lo corrieron ese mismo día sí lo confinaron a un árbol a cuyo tronco fue atado y le alimentaban únicamente con tortillas frías a veces remojadas en caldo sobrante de los almuerzos. Elmer tendría unos siete años entonces y recibió con emoción infantil el regalo mientras la mamá hacía alguna mueca de disgusto, hizo un inventario de los trucos que le enseñaría con la seguridad de que al educarlo como dios manda podría ganarse el derecho de andar libremente por la casa, Elmer pasaba mucho tiempo con él junto al árbol, hablándole y acariciándolo mientras el cachorro meneaba su cola y gemía tratando de seguirlo si se alejaba, en las noches sobre todo, le daba tristeza que su cachorro estuviera solito, gimiendo en la oscuridad, llamándolo, pero las reglas eran drásticas: en la casa sólo personas, un animal contamina; la situación no duró mucho: a los ocho días de su llegada el cachorro murió ahorcado; la noche anterior se le oyó gemir atado ésta vez a una piedra del lavadero, único lugar techado del patio mientras caía una abundante lluvia, tal vez el miedo o los insectos o algo más le hicieron darse vueltas ocasionando que la cuerda se enrollara cada vez más apretándole la garganta, asfixiándolo poco a poco, el caso es que amaneció frío y tieso, las ilusiones de Elmer se rompieron ante el cuerpo amoratado e hinchado de su primera mascota, pequeño aún, muerto absurdamente, una muerte que se pudo haber evitado si tan sólo su mamá se hubiera compadecido dejándolo entrar aunque fuera por esa noche.
Elmer tardó mucho en sobre ponerse a esa pérdida, pero ni siquiera para paliar su tristeza se le permitió tener otro. Por eso ahora que fue independiente y podía darse ciertos gustos pensó que sería muy bueno tener una mascota que le recibiera meneando la cola cada vez que regresara a casa y le acompañara fiel y calladamente mientras descansaba o salía a correr, Elmer no era de gustos exóticos, no estaba de acuerdo en sacar a un animal silvestre fuera de su hábitat, para eso estaban los zoológicos, era mucho más fácil convivir con un animal doméstico. Elmer añoró por años ese deseo de volver a acariciar una piel peluda y sentir los lengüetazos del can mientras movía emocionado su cola, sí, prefería más el perro a un gato, un loro o un pescado, con los años ese deseo se acentuó conforme se independizó de sus padres y poco a poco su situación económica mejoraba.
Al principio visitaba las veterinarias y el mercado para observar los animales: aves, peces, reptiles, canes y gatos atraían su atención, pero siempre prefería los cachorros y cada vez los había de más y variadas razas: beagle, schnauzer, dóberman, dálmatas, tantos y tantos y con características propias, Elmer se entretenía leyendo sus orígenes y los cuidados que requeriría su mascota una vez que la tuviera y también los trucos que podría enseñarle, miraba la gente pasear con sus perros e iba dilucidando cuál sería apropiado para él: uno grande requeriría mucho espacio y no disponía de tanto, uno de guardia debía ser entrenado debidamente y él no contaba con esos medios, uno de pelo largo requería lavado y cepillado constante, no, mejor uno mediano o pequeño, de preferencia de pelo corto, así averiguó diferentes razas y se fue haciendo una idea de su perro ideal. Cuando Elmer consiguió un espacio propio y un trabajo estableahorró decidió que ya era hora de satisfacer ese deseo y escogió un cachorro de dálmata que había visto publicado en un anuncio, decidió que le pondría motita, pues se trataba de una hembra y ya se veía caminando con ella por el parque y bañándola cada semana; cuando se dirigía l domicilio del dueño que había puesto en venta la camada cruzó frente a un terreno baldío se encontró con un cachorro blanco de raza indefinida buscando comida entre la maleza, el animalito lo observó amedrentado y gimió, estaba sucio y flaco, y tal vez por hallarse tan desamparado Elmer sintió pena por él, entonces recordó que cuando era niño sus amiguitos no tenían perros de raza, tan solo criollos de nombres simples a los cuales no les proporcionaban los cuidados que él planeaba darle a su dálmata, él mismo había tenido un cachorro común y corriente a quien adoró los escasos días que convivió con él, algo en su interior se removió, el cachorro le miraba agachando las orejas esperando sin duda una patada; ¿cuándo empezó a codiciar un animal de raza cuando tenía sobradas oportunidades de obtener un can común y corriente? Repasó todo lo que había planeado y todo se estrellaba contra el desamparo de los de esos ojos cafés que lo observaban fijamente, ¿quería ser recibido con alegría al llegar a su casa? Sin duda el cachorro haría fiesta y escándalo cada vez que lo hiciera, sin duda una vez alimentado y desparasitado las costillas se llenarían de carne y una vez lavados esos pelos hirsutos seguramente sería placentero acariciarlos ¿podría enseñarle trucos? Algo le decía que sí ¿entonces para qué gastar tanto dinero en un animal de raza más o menos pura cuando podía obtener la misma fidelidad y cariño de otro abandonado y hambriento? Elmer dio gracias por haber hallado la esencia del deseo que le impulsaba a conseguir un perro: ser niño otra vez, se rió imaginando la cara que habría puesto su madre si hubiera llegado a su casa en ese entonces con un animal así y sin dudarlo tomó al cachorro, pasó a la tienda de animales, compró tan solo pastillas para desparasitarlo, shampoo, cepillo y alimento; en poco tiempo, con sus cuidados lo convirtió en una mascota sana y fiel que convivió con él por muchos años.