La noche atraviesa los poros de mi piel; el frío, me congela las faldas
de un escurridizo atardecer casi imposibles de percibirlas.
Me tropiezo sobre un escalón de sembrantes raíces melancólicas
sobre una tierra árida. Miro a mi alrededor, y siento cómo el frío se apodera de mí,
mis letras empuñadas con dolor tiritan queriendo ser borradas pronto de aquel lugar.
Se asoman con disimulo aquellas cicatrices que me traen recuerdos de una guerra perdida, miles de cuerpos arrodillados, rendidos por la fatiga acuchilladas de lanzas sobre mi costado.
Sin duda esta es una noche gélida, recordando con temor, con melancolía, con desgracia,
aquella guerra de barcos hundidos flotando sobre una mar de sueños imaginarios.
Sería un suicidio abrir el calefactor cuando los tiempos de guerra arañan las persianas de mis párpados, lacrimones de llantos que apenas pude contener ante la muerte de un mismo yo, que el asesino fui yo mismo entre aquellos raíles de un tren abandonado quiriendo entrar a un tunel imposible de cruzar.
No hay respuestas para aquello que no existe, como mirar el horizonte y encontrar
aquella lágrima que se cayó por casualidad, que se recoge con una cálida sonrisa y que por dentro se acostumbra a ver un interior cegado de oscuridad, apuñalado de secretismos,
mentiras que parece sanar las heridas de las vendas, pero que perfora suspiros sin aire.
Suenan las campanas de un retiro infortunado sobre los valles del Guadalquivir, manchas en las paredes que parece significar el fin de algo y el proveniente de mi último respirar.