Alberto Escobar

Sierpes

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Preso llevo aquí dos años.
Cada mañana mis ojos se abren temprano,
con las primeras claras del día, las ventanas no disponen de visillos,
están peladas de materia que libren su interior de la inclemencia
de la intemperie, es agosto, un sol de justicia aquí, a orillas del río
grande, el guadalquivir. Reina en los relojes una calma ausente, las
horas pesadas de la tarde se hacen interminables aquí, entre rejas,
una mazmorra de putrefacción y ratas me acoge como útero pleno
de histeria, por una rendija vislumbro el bullicio de la calle de las
Sierpes, los caballos de los señores nobles hieren la arena al son
de un segundero que se cae de la vergüenza.
Aquí me consumo, bajo la injusticia real que me tiene por deudas.
Mi oficio de recaudador ha levantado las más infames envidias...
hasta que la calumnia pronunció su sentencia.
Voy a olvidar por momentos la agonía presente y voy a echar mano
del cálamo, voy a agarrarme a la brizna de vida que creo me espera.
Fuera, el rumor de las gentes, los pregones del pescado y las frutas
me dicen que el mundo sigue su pulso, que no se ha parado por mí,
que no se ha detenido en la contemplación de este escarnio.
Mi vecino de celda, Juan Escobedo, reclama mi atención, está picado
hasta el corvejón de una viruela maligna que se ha decretado fatal
por los físicos de la Chancillería real, esperan su muerte para proceder
raudos al desalojo y posterior alojo de la celda, sin ser en el ínterim
desinfectada.
El adjunto al alcaide se ha dignado en traerme unos pliegos, sabedor
de mi afición a las letras y condescendiente con mi desdicha.
Os dejo en vuestros asuntos.
Vale.