Pérdida
La estación está vacía,
solo el viento con su artística danza,
vuela de un lado a otro del andén,
levantando y dejando caer las hojas.
Y ella, sentada en un banco de madera,
carcomido por la humedad,
esa que se cuela entre los huesos,
la que duele cuando el corazón atrofiado,
llora el paso de los trenes sobre las vías muertas,
de las estaciones fantasmas.
Acaricia sus dedos y apretando las manos baja la mirada,
que clavando los ojos en el suelo, deja escapar las lágrimas.
Lágrimas mudas que anden abajo corren,
entre las piedras abren surcos y desembocan en la plaza,
en el charco de las penas.
Donde acaban todas las lágrimas.
Repiquetea la campana,
asustadas vuelan las palomas y buscan comida en la plaza,
pero solo el viento corre alentando la hojarasca,
no hay pipas, ni migas de pan,
solo en la iglesia está el cura, dando cuerda a la campana,
que cansado de tirarle ya la suelta con desgana,
y triste sale a la calle y se le escapan las lágrimas,
que calle abajo abren surcos desembocando en la plaza,
en el charco de las penas.
Donde acaban todas las lágrimas.
María observa al cura, en la puerta de su casa,
la tristeza la abraza, se le clava en las entrañas,
y llora mientras Manuel mira desde su ventana,
y solo se escucha el viento, ya no suenan las campanas,
bajan ríos por las calles, desembocan en la plaza,
en el charco de las penas.
Donde acaban todas las lágrimas.
Vuelan libres las palomas sobre los pueblos fantasmas,
beben en charcos de penas, donde acaban todas las lágrimas.
Dolores Egea ( Lolaila)