La noche te lleva;
lejos, muy lejos;
a una ínsula de ciruelos,
y orquídeas perladas en amarena.
Antes de que brilles, luciérnaga;
y de mostrarte seas,
recóndita por el cielo,
titila en tu lecho,
¡susúrrame!,
desde tu almohada,
palabras que no puedas,
por más que sea ameno,
llevarte contigo a las nubes.
La noche te lleva;
lejos, muy lejos;
más allá del mar,
más allá de los sueños.
Por eso duerme;
mientras pintan tus bucles,
en el lienzo de mi pecho,
arremolinadas olas;
y que animadas choquen,
como multitudes locas,
contra la quilla,
de tu navío, que en lontananza se despide,
y no vuelve por más que le implores.
La noche te lleva;
lejos, oh, muy lejos;
como si desde el amanecer,
a donde vas,
oyera dibujarse en mis latidos,
la brecha de un abismo.
Antes de que el aliento,
¡frágil e inaudito!,
a silbidos lo sueltes sin enmiendo;
y velo, ¡antes!, por tu espíritu;
inquieto vaya, y que revolotee,
entre palomas de plata retenido.
La noche te lleva;
lejos, muy lejos;
como si del infinito,
celosas te nacieran;
dos alas que representen,
mis brazos débiles y vencidos,
para ya no soltar tus dormidos omóplatos.
Te llevó la noche,
¡te llevó y no me dijo!,
racimos blanquíneos en tu paraje lodoso,
y en mi corazón un copioso abismo.
Antes de que la noche te llevara,
me susurraste un sueño,
¡me susurraste al oído!,
uno donde tú y yo, contamos estrellas.
Las contamos hasta de mañana,
y como el amor agradeciendo,
tú sonríes,
yo sonrío.